Mataban a los bebés débiles, vivían
por y para la guerra y eran unos xenófobos recalcitrantes. Su actuación
en las Termópilas les valió la fama eterna
11.02.14 - 19:29 - JON GARAY
En agosto del año 480 a.C, un grupo de 300 espartanos
partieron hacia las Termópilas. Sabían que iban a morir, pero no les
importaba. Nada tenían que hacer frente al gigantesco ejército de
Jerjes, el rey del imperio persa. Heródoto cifraba sus tropas en 1,7
millones de soldados y 1.207 barcos de guerra. No fueron tantos como
escribiera el 'padre de la historia' -entre 80.000 y 250.000, calculan
los historiadores- pero sí muchos más que los griegos, que sumarían unos
7.000. El resultado fue el esperado, pero ni Jerjes ni los propios
griegos esperaban haber resistido como lo hicieron. Tres días en los que
espartanos, ya sin el resto de los griegos salvo pequeñas excepciones,
terminaron luchando literalmente con sus manos y sus dientes. Una
leyenda cimentada sobre una derrota. ¿Quiénes eran estos hombres que no
temían a la muerte? ¿Eran unos soldados tan fieros como los pintan?¿Cómo
vivían?
Mataban a los bebés débiles.
La vida del espartano estaba en peligro desde su mismo nacimiento. Los
ancianos sumergían a los bebés en un baño de vino sin diluir para ver su
reacción. Si no era la ‘adecuada’ o tenían alguna deformidad, eran
descartados sin más miramientos. Infanticidio de Estado puro y duro.
Abandonar a los pequeños por circunstancias económicas era habitual en
la antigua Grecia, como lo sería en Roma, pero no matarles como se hacía
en Esparta. Cierto que también había excepciones: Agesilao II llegó a
ser rey durante 40 años a pesar de su cojera.
Un único fin: la guerra.
Pasado este duro trance, sus primeros siete años no diferían de los del
resto de niños griegos, que eran educados en casa. Llegados a esa edad,
se les separaba radicalmente de sus familias y comenzaba su educación
para su único fin en la vida: la guerra. Hasta los 18 años no harían
otra cosa que instruirse para ser los mejores soldados de Grecia.
‘Agogé’ se llamaba esta educación estatal instaurada por un legislador
mítico, Licurgo. Entre las enseñanzas que recibían, debían aprender de
memoria estos versos: “Resiste mientras miras el rostro a la muerte
cruenta / y alarga tu brazo hacia el enemigo mientras lo tienes cerca”.
Esto es lo que recitaban en el campo de batalla, cuando además de todo
su equipo de 32 kilos llevaban su famosa capa escarlata y sus no menos
célebres melenas (como curiosidad, llevaban barba, pero no bigote). Esto
último los separaba, como casi todo, del resto de los hombres griegos,
que solían llevar el pelo corto. En el caso de Esparta, eran las mujeres
las que se rapaban tras casarse, cosa que ellos hacían sobre los 25
años y ellas al final de la adolescencia.
Obligación de aceptar un amante. Una
característica llamativa de la ‘Agogé’ es que hacia los 12 años se
esperaba que los aprendices aceptasen a un guerrero adulto joven como
amante. “Inspirador”, se le llamaba. Un ejemplo de pederastia
institucionalizada. De hecho, los espartanos tenían fama entre los
griegos de una exagerada afición a la sodomía. Cuando terminaba este
período, los mejores pasarían a la ‘Cripteia’, una especie de policía
secreta, y posteriormente a los puestos superiores, como la guardia
personal de los reyes. Los famosos 300 que acompañaron a Leónidas. Por
cierto, los que estaban destinados a reinar estaban exentos de la Agoté
aunque Leónidas sí la pasó porque no estaba, en principio, destinado a
reinar.
Xenófobos y supersticiosos.
La forma de vida y las costumbres de los espartanos extrañaban a los
propios griegos. Xenófobos recalcitrantes, conseguir la ciudadanía era
casi un imposible para cualquiera que no fuera espartano. Heródoto
cuenta que sólo dos lo consiguieron: un adivino y su hermano. Esto lleva
a otro de sus rasgos más definitorios: si los griegos eran muy
supersticiosos, ellos lo eran todavía más. Hasta el punto de que dejaron
de ir a la batalla de Maratón en apoyo de los atenienses por la fiesta
de las Carneias en honor de Apolo. Lo mismo que sucedería en las
Termópilas. Solo un año después de esta, ya sin impedimento religioso (o
político, porque la ‘pereza’ por ayudar a los atenienses tenía su
componente político), movilizaron a 5.000 espartiatas (espartanos de
élite. Como veremos, junto a estos vivían sometidos una inmensa mayoría
de esclavos llamados ilotas y unos espartanos de segunda fila, los
periecos) para la batalla de Platea.
Su dominio del arte de la guerra no tenía comparación. De
hecho, eran los únicos soldados profesionales de la Hélade, hecho que no
deja de resultar extraño cuando la guerra fue una constante en la
Grecia clásica. Atenas, sin ir más lejos, estuvo en guerra tres de cada
cuatro años y no más de diez seguidos en paz durante su época de
esplendor.
Secos y cortantes.
Su acento también era motivo de burla. Tanto como su poca afición a las
letras o a la retórica. Lo de adornar el lenguaje no iba con ellos. El
estilo lacónico (de Laconia, una región del Peloponeso, donde vívían)
viene precisamente de su afición a las frases secas y cortantes. Uno de
los mejores ejemplos de ello se atribuye a Gorgo, la mujer -y a la vez
sobrina- de Leónidas. “¿Cómo es que las espartanas sois las únicas
mujeres que domináis a los hombres?”, le preguntó una ateniense sin
saber lo que le esperaba. La respuesta no deja lugar a dudas: “Somos las
únicas mujeres que parimos (verdaderos) hombres”.
Entre sus gustos culinarios destacaba una sopa de carne de
cerdo bañada en la sangre de este animal más vinagre y sal. También eran
muy austeros en su vida y apenas bebían vino -en la Grecia clásica éste
se bebía muy diluido en agua, nada que ver con la actualidad-. Tan es
así que obligaban a emborracharse a los ilotas para dar ejemplo a los
jóvenes de lo que no debían hacer.
Las ‘privilegiadas’ espartanas.
La situación de la mujer también era diferente. De hecho, era bastante
mejor que la que padecían en el resto de Grecia. Recibían una educación
también muy estricta, incluida una excelente preparación física. Y no
realizaban las tareas domésticas, asunto de los esclavos. Tampoco
amamantaban a los bebés, una tarea que les granjeó buena fama a las
nodrizas ilotas.
La mejor alimentación que recibían las hacía ser más altas
que sus ‘compatriotas’ y tenían fama por su belleza. Herederas de Elena
de Troya, según decían. Su papel de madres era clave en aquella sociedad
tan cerrada sobre sí misma y que necesitaba de nuevos espartiatas
constantemente. Ellas se encargaban incluso de insultar en público a los
hombres que retrasaran demasiado su acceso al matrimonio. Incluso
Aristóteles vio en su excesivo protagonismo una de las claves del
declive de Esparta.
Esclavos griegos.
Los espartanos podían dedicarse exclusivamente a la guerra por una sola
razón: los esclavos. Algo perfectamente aceptado en Grecia -Aristóteles
afirmó que “en un Estado bien constituido, los ciudadanos no deben
ocuparse de las primeras necesidades de la vida”-. Lo extraño es que
esos esclavos fueran también griegos. Ilotas se llamaban y eran los
pobladores que fueron sometidos a la llegada de los espartanos a la
Península del Peloponeso. Se calcula su número en unos 250.000 frente a
los 8.000-10.000 de los espartiatas. Tan precaria era su situación que
todos los años, cuando los éforos accedían a su cargo, les declaraban la
guerra. Esto permitía que pudieran ser asesinados en cualquier momento.
De hecho, lo eran. Los jóvenes espartiatas que entraban en la Cripteia
-una especie de policía secreta- se encargaban de vigilarlos y, en el
caso de los más revoltosos, de matarlos. Ni que decir tiene que el
peligro de rebelión fue una constante. No en vano, la obsesión espartana
por la guerra venía dada por esta estructura social: un estado militar
en permanente alerta contra la mayor parte de su población.
Actividades como el comercio o la fabricación de armas
quedaban en manos de los pericos, unos 60.000, una especie de espartanos
de segunda fila con muchos menos derechos que la elite y utilizados
como primera fuerza de choque frente a los más que previsibles
levantamientos de los ilotas. Finalmente, los espartiatas, cuyo número
descendía constantemente, debieron aceptar en el ejército la presencia
tanto de periecos como de los ilotas. Simplemente no eran suficientes.
Por cierto, eran los ilotas quienes llevaban el equipo de 32 kilos de
los hoplitas hasta la batalla.
Afrontar la muerte.
“Vencer o morir” era la ley suprema de los espartanos en combate. Es lo
que sucedió en las Termópilas y lo que sus compatriotas esperaban de
ellos. En esta batalla, de hecho, no combatieron 300 espartiatas, sino
298. Uno no pudo hacerlo por una infección ocular; el otro, por estar en
una misión diplomática. Ambos terminaron suicidándose ante la deshonra y
vergüenza que les supuso en su patria.
Su forma de afrontar la muerte también les hacía
especiales. No enterraban a sus muertos fuera de las ciudades, sino
dentro, con la idea de compartir así su espíritu y su valor. Y nada
mejor que morir en el campo de batalla. El mejor ejemplo, tras la que
quizás fuese la derrota decisiva de su historia, en Leuctra, en el 371
a.C. Por entonces solo debían quedar unos 1.000 espartiatas, 400 de los
cuales perecieron en ella. La reacción en la ciudad no pudo ser más
espartana: los familiares de los que murieron se mostraban contentos,
orgullosos, todo lo contrario que los de los supervivientes, que no
querían dejarse ver. Así era Esparta.
Los dos reyes de Esparta