Los Despachos.

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lunes, 30 de abril de 2012

INFORME DEL REAL DECRETO-LEY 14/2012, DE 20 DE ABRIL, DE MEDIDAS URGENTES DE RACIONALIZACIÓN DEL GASTO PÚBLICO EN EL ÁMBITO EDUCATIVO

INFORME DEL REAL DECRETO-LEY 14/2012, DE 20 DE ABRIL, DE MEDIDAS URGENTES DE RACIONALIZACIÓN DEL GASTO PÚBLICO EN EL ÁMBITO EDUCATIVO

En cuanto a las medidas de racionalización del gasto que afecta a las enseñanzas no universitarias aparecen las siguientes:

1. RATIOS DE ALUMNOS POR AULA

Cuando por razones de limitación del gasto público la tasa de reposición de efectivos sea inferior al 50%, se permite a las Comunidades Autónomas aumentar en un 20% el número máximo de alumnos por clase previsto en la LOE: 25 en Primaria y 30 en Secundaria.

Este porcentaje de ampliación resultará asimismo aplicable al resto de las enseñanzas reguladas por la LOE.

Lo dispuesto en este artículo resulta de aplicación tanto a los centros docentes públicos como a los privados sostenidos con fondos públicos.

2. JORNADA LECTIVA

La jornada semanal del personal docente, tanto en centros públicos como en centros privados sostenidos con fondos públicos, será, como mínimo, de 25 horas en educación infantil y primaria y de 20 horas en las restantes enseñanzas, sin perjuicio de las situaciones de reducción de jornada contempladas en la normativa vigente.

El régimen de compensación con horas complementarias será como máximo de 1 hora complementaria por cada período lectivo, y únicamente podrá computarse a partir de los mínimos a los que se refiere el apartado anterior.

3. SUSTITUCIÓN DE PROFESORES

En los centros docentes públicos, el nombramiento de funcionarios interinos por sustitución de los profesores titulares se producirá únicamente cuanto hayan transcurrido diez días lectivos desde la situación que da origen a dicho nombramiento.

Lo dispuesto en el párrafo anterior resultará asimismo de aplicación a las sustituciones de profesorado en los centros docentes privados sostenidos con fondos públicos.

4. IMPLANTACIÓN DE ENSEÑANZAS DE FORMACIÓN PROFESIONAL

Todas las disposiciones contempladas en el Real Decreto 1147/2011, de 29 de junio, por el que se establece la ordenación general de la Formación Profesional, a excepción de la disposición adicional séptima (régimen especial de los centros militares que impartan enseñanza de F.P.), serán de aplicación en el curso 2014-2015.

Los ciclos formativos de grado medio y de grado superior cuya implantación estuviera prevista para el curso escolar 2012-2013, se implantarán en el curso escolar 2014-2015.

Las administraciones educativas podrán anticipar la implantación de las medidas que consideren necesarias en los cursos anteriores.

5. OFERTA DE BACHILLERATO

En la disposición derogatoria única se recoge la eliminación de la obligatoriedad de ofertar, al menos, dos modalidades de Bachillerato.

La obligación de ofertar dos modalidades de Bachillerato estaba recogida en los apartados 3 y 4 del Real Decreto 132/2010, de 12 de febrero, de requisitos mínimos de los centros, que con este Real Decreto-ley, quedan derogados.

En cuanto a las medidas de racionalización del gasto que afecta a las enseñanzas universitarias aparecen las siguientes:

1. RACIONALIZAR EL NÚMERO DE TITULACIONES DE GRADO MEDIANTE LA EXIGENCIA DE UN NÚMERO MÍNIMO DE ALUMNOS

La creación, modificación y supresión de los centros, así como la implantación y supresión de enseñanzas, serán acordadas por la Comunidad Autónoma, bien por iniciativa propia, con el acuerdo del Consejo de Gobierno de la universidad, bien por iniciativa de la universidad, mediante propuesta del Consejo de Gobierno, en ambos casos con informe favorable del Consejo Social.

2. RÉGIMEN DE DEDICACIÓN DEL PROFESORADO UNIVERSITARIO

Con carácter general, el personal docente e investigador funcionario de las Universidades en régimen de dedicación a tiempo completo dedicará a la actividad docente la parte de la jornada necesaria para impartir en cada curso un total de 24 créditos ECTS.

No obstante, la actividad docente de este personal podrá variar en función de la actividad investigadora atendiendo a las siguientes reglas:

a) Deberán dedicar a la función docente la parte de la jornada necesaria para impartir en cada curso un total de 16 créditos ECTS quien se encuentre en alguna de estas situaciones:

• Profesores Titulares de Universidad, Catedráticos y Profesores Titulares de Escuelas Universitarias con 3 o más evaluaciones positivas consecutivas, habiéndose superado la más reciente en los últimos 6 años.

• Catedráticos de Universidad con 4 o más evaluaciones positivas consecutivas, habiéndose superado la más reciente en los últimos 6 años.

• En todo caso, cuando se hayan superado favorablemente 5 evaluaciones.

b) Deberá dedicar a la función docente la parte de la jornada necesaria para impartir en cada curso un total de 32 créditos ECTS, quien se encuentre en alguna de las siguientes situaciones:

• Que no haya sometido a evaluación el primer período de 6 años de actividad investigadora o que haya obtenido una evaluación negativa de dicho periodo.

• Que haya transcurrido más de 6 años desde la última evaluación positiva.

3. ESTABILIDAD PRESUPUESTARIA

El Presupuesto será público, único y equilibrado y comprenderá la totalidad de sus ingresos y gastos. Las

Universidades deberán:

• Aprobar un límite máximo de gasto de carácter anual que no deberá rebasarse.

• Los presupuestos y liquidaciones harán una referencia expresa al cumplimiento del equilibrio y sostenibilidad financieros.

Las Universidades están obligadas a rendir cuentas de su actividad ante el órgano de fiscalización de cuentas de la Comunidad Autónoma y a cumplir una serie de requisitos.

4. LOS PRECIOS PÚBLICOS DE LOS SERVICIOS ACADÉMICOS DE LAS UNIVERSIDADES
Estos precios cubrirán los costes según la tabla adjunta:

Enseñanzas de Grado

1ª matrícula Entre el 15% y el 25%
2ª matrícula Entre el 30% y el 40%
3ª matrícula Entre el 65% y el 75%
4ª matrícula Entre el 90% y el 100%

Enseñanzas de Master

1ª matrícula Entre el 15% y el 25%
2ª matrícula Entre el 30% y el 40%
3ª matrícula Entre el 65% y el 75%
4ª matrícula Entre el 90% y el 100%

Los estudiantes extranjeros mayores de 18 años que no tengan la condición de residentes, excluidos los nacionales de Estados miembros de la Unión Europea, podrán cubrir el 100% de los costes de las enseñanzas universitarias de Grado y Master.

5. INCORPORACIÓN DE PERSONAL DE NUEVO INGRESO

Con respecto a la incorporación de personal de nuevo ingreso en las Universidades, el Real Decreto-ley establece que, el nombramiento de personal funcionario interino y la contratación de personal laboral temporal deberán respetar la normativa básica estatal en la materia.

En el estado de gastos corrientes, se acompañará la relación de puestos de trabajo especificando la totalidad de los costes e incluyendo los puestos de nuevo ingreso que se proponen. Los costes del personal docente e investigador, así como de administración y servicios, deberá ser autorizado por la Comunidad Autónoma, en el marco de la normativa básica sobre Oferta de Empleo Público.

Manifiesto ANDALUZ En Defensa de la Enseñanza Pública

MANIFIESTO ANDALUZ EN DEFENSA DE LA ENSEÑANZA PÚBLICA

La decisión adoptada por el Gobierno de España de recortar el gasto educativo a través del empeoramiento de las condiciones de trabajo y de la pérdida de empleo público, están destruyendo día a día el Estado del Bienestar, patrimonio de la ciudadanía que de forma insuficiente se ha ido construyendo en España y Andalucía en las últimas décadas. El Estado del Bienestar enraíza con la existencia de unos servicios públicos de calidad, universales, redistributivos, accesibles y que respondan con eficacia a las necesidades de las personas, sobre la base del principio de igualdad. Sin servicios públicos no pueden atenderse las necesidades sociales en el mundo actual.

Tras cuatro años de profunda crisis económica, se sigue argumentando que, para salir de ella, se requiere una disminución del gasto social y una reducción de la fiscalidad y, en definitiva, una menor presencia de la actuación de los poderes públicos que fomenta una menor inversión en los servicios públicos. El resultado es evidente, cada vez estamos peor: menos Estado y más Mercado. Y ese no es el camino. El Gobierno del Partido Popular sistemáticamente está adoptando medidas que están suponiendo una fuerte reducción del gasto en políticas compensadora de desigualdades destruyendo con ello el modelo social y democrático de derecho que nos ha costado tantos años construir, devolviéndonos así al pasado.

Es la enseñanza pública la que asegura la escolarización de toda la población allá donde esté. Actualmente la enseñanza pública llega a todos los rincones de Andalucía, desde las grandes áreas metropolitanas hasta el pueblo más aislado, desde el centro de las ciudades hasta sus barrios más alejados, es decir, a muchos lugares donde nunca será lucrativo para la iniciativa empresarial privada.

La enseñanza pública acoge a todo el alumnado, sin ningún tipo de discriminación ni de selección previa. Ha impulsado el avance de Andalucía en esta última etapa histórica y ha sido clave de nuestro contrato social: la mejor garantía del derecho constitucional a la educación. En definitiva, la enseñanza pública es la única que garantiza la igualdad de oportunidades, la cohesión social, la superación de las desigualdades de origen, la vertebración de toda la sociedad en un objetivo común y el progreso individual y social de todos, no de unos pocos.

Consideramos que los servicios públicos de interés general son fuente de desarrollo económico, creación de empleo, prosperidad y cohesión social. Defendemos la gestión pública directa como mejor fórmula para procurar el acceso universal a los servicios públicos, de favorecer la equidad y calidad de los mismos, incluyendo su acceso en las mismas condiciones en el ámbito rural, de garantizar y tutelar el ejercicio efectivo de los derechos subjetivos a la salud, a la educación y a la atención social.

En Andalucía la población empleada en el sector público es inferior al 10%, mientras que la media en la UE-15 alcanza el 16%. NO es verdad que, como norma general, en España ni en Andalucía sobren empleados públicos. Las medidas de ajuste, contención del gasto público y tasas de reposición muy restrictivas, están provocando un mayor deterioro y destrucción del empleo público y con ello del servicio que prestan. En consecuencia, creemos que el gasto social destinado a mantener y mejorar la red pública educativa, además de la sanitaria y del resto de servicios sociales, es la mejor inversión que las administraciones públicas andaluzas pueden hacer para favorecer la salida de la crisis.

Los recortes en la educación pública andaluza están viniendo y se pueden acrecentar tanto por el empeoramiento de las condiciones de trabajo del profesorado y de los trabajadores de la enseñanza como por los servicios y la atención que realiza este servicio público, medidas incluidas tanto en los presupuestos generales del estado como en el Real Decreto Ley 14/2012 de 20 de abril de medidas urgentes de racionalización del gasto público en el ámbito educativo: reducciones salariales, aumento de la jornada laboral, recortes en otras prestaciones como los complementos en situación de baja por enfermedad, aumento de la ratio, la disminución de grupos escolares, la desaparición de los diversos programas de ayuda y refuerzo al alumnado, etc., lo que puede provocar en Andalucía el recorte de las plantillas de los centros y una fuerte reducción del profesorado interino.

La reciente decisión del Gobierno del Partido Popular de paralizar las oposiciones docentes en Andalucía mediante un recurso ante el Tribunal Constitucional es contraria a las necesidades de la educación andaluza y provocará una menor atención educativa cerrando las expectativas laborales a mucho profesorado andaluz.

Se está condenando al paro más absoluto, al subempleo o a la emigración a las generaciones de los jóvenes andaluces mejor formados en las universidades y centros educativos de toda nuestra Historia. No podemos callarnos cuando estamos despilfarrando la mayor riqueza de nuestro país, su población joven.

Ni los años de bonanza ni la actual crisis económica han afectado a todos por igual. En los años buenos, mientras muchos se enriquecían, los docentes y los profesionales del sector público educativo tuvimos unos crecimientos retributivos modestos. Los que realmente se beneficiaron entonces son los mismos que ahora pretenden hacer cargar todo el peso de la crisis sobre los empleados públicos. No podemos aceptar ni los recortes salariales ya aplicados, ni los nuevos que pretenden aplicar a los trabajadores de la educación ni el empeoramiento de las condiciones laborales, que además van a impedir que los nuevos universitarios titulados se incorporen en los próximos años al sistema educativo público andaluz.

Todas estas medidas afectarán a Andalucía pues desde el gobierno del Partido Popular se reducirán los recursos que transfiere el Estado a nuestra Comunidad Autónoma. La educación pública es el pilar básico para avanzar en igualdad y equidad en Andalucía. Recortar sus recursos es fomentar una mayor brecha social que no debemos permitir. El mantenimiento de las políticas sociales y de igualdad es un principio y un derecho irrenunciable.

PLATAFORMA ANDALUZA POR LA ENSEÑANZA PÚBLICA

CCOO CGT CODAPA FAMPA Nueva Escuela

FETE-UGT SINDICATO DE ESTUDIANTES USTEA

domingo, 29 de abril de 2012

"HABEMUS" " REMEDIUM PRAEVALIDI" "RECURSO DE INCONSTITUCINALIDAD" Frente al Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero.

A LA INSTITUCIÓN DEL DEFENSOR DEL PUEBLO


D. Cándido Méndez Rodríguez, provisto de DNI 25914180B en su condición de Secretario General y legal representante de la UNIÓN GENERAL DE TRABAJADORES, con domicilio a efectos de notificaciones en la calle Hortaleza, 88, 28014 Madrid y, D. Ignacio Fernández Toxo provisto de DNI 32603993K, en su condición de Secretario General y legal representante de la Confederación Sindical de COMISIONES OBRERAS, con domicilio a efectos de notificaciones en la calle Fernández de la Hoz, 12, 28010 Madrid, ante el Defensor del Pueblo comparecemos y como mejor proceda en Derecho:
DECIMOS:

Que por medio del presente escrito, y en la mencionada representación, venimos a interesar de la Defensora del Pueblo que se promueva RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD, al amparo de lo dispuesto en el artículo 162.1.b) de la Constitución Española (CE) y en el artículo 32.1.b) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, y en el artículo 29 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo, frente al Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral (BOE del 11) por vulneración de los artículos de la Constitución y en base a los motivos de inconstitucionalidad que se exponen a continuación:

LA VULNERACIÓN DEL ARTÍCULO 86.1 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO AL TRABAJO, EN SU VERTIENTE INDIVIDUAL, RECONOCIDO EN EL ARTÍCULO 35.1 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA (establecimiento de un período de prueba de duración de un año, “en todo caso”, en el nuevo contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores)

LA VULNERACIÓN DEL ART. 35.1 DE LA CONSTITUCIÓN (supresión de los salarios de tramitación en caso de opción por el empresario, ante la declaración judicial de la improcedencia del despido, del pago de una indemnización)

LA VULNERACIÓN DE LOS ARTICULOS 35.1 Y 24.1 CE SOBRE DERECHO INDIVIDUAL AL TRABAJO Y TUTELA JUDICIAL EFECTIVA (como consecuencia de la nueva regulación de las causas de los despidos colectivo y objetivo)

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN CONSAGRADO EN EL ARTÍCULO 37.1 DE LA CONSTITUCIÓN (por sumisión de las partes que no han alcanzado acuerdo de inaplicación
del convenio colectivo aplicable en la empresa a una decisión pública obligatoria)

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN CONSAGRADO EN EL ARTÍCULO 37.1 DE LA CONSTITUCIÓN (por la atribución al empresario de la facultad de modificar de manera unilateral - y, a veces, incluso sin necesidad de abrir un período de consultas - las condiciones de trabajo establecidas en acuerdos o pactos colectivos)

LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN COLECTIVA Y A LA LIBERTAD SINDICAL, RECONOCIDOS EN LOS ARTÍCULOS 37.1 Y 28.1 CE (por restringir sin causa razonable la libertad de estipulación de los sindicatos más representativos y representativos de sector)

VULNERACIÓN DE LOS ARTÍCULOS 9.3, 14, 24 Y 35 CE POR LAS DISPOSICIONES ADICIONALES SEGUNDA (aplicación del despido por causas empresariales a los empleados públicos laborales) Y TERCERA (exclusión de las medidas de regulación suspensiva y modificativa en el empleo público) DEL RDL 3/2012

MOTIVO PRIMERO DE INCONSTITUCIONALIDAD: LA VULNERACIÓN DEL ARTÍCULO 86.1 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

I. Introducción

    1. El art. 86.1 de la Constitución española (CE) confiere al Gobierno la facultad de dictar “disposiciones legislativas provisionales”, articuladas a través de la forma de real decreto-ley. No obstante, el ejercicio de ese poder legislativo no ordinario que, a pesar de no tener la naturaleza de ley, tiene su mismo rango, se encuentra sujeto constitucionalmente a “unos estrictos límites” (sentencia TC 6/1983, de 31-5, FJ 5º) que, en última instancia, actúan como garantías para la preservación del Estado de Derecho. En concreto, tres son las exigencias para un uso constitucionalmente adecuado del real decreto-ley. En primer lugar, el ejercicio de este poder normativo excepcional ha de estar justificado por razones de “urgente y extraordinaria necesidad” (art. 86.1 CE); en segundo lugar, su contenido no puede afectar, al margen de al régimen autonómico y al derecho electoral general, a los “derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I” (art. 86.1 CE) y, finalmente, ha de someterse al Congreso de los Diputados para su debate y votación de totalidad, en el plazo de los treinta días siguientes al de su promulgación, con vistas a su convalidación o derogación (art. 86.2 CE). El Real Decreto-Ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo (RD-L 3/2012) plantea serios y fundados reparos jurídicos en cuanto a la concurrencia de los dos primeros requisitos.

II. La inexistencia de razones justificativas (“urgente y extraordinaria necesidad”) para el dictado por el Gobierno del RD-L 3/2012, de 7 de febrero.

    1. La doctrina constitucional

    2. Antes de fundamentar la ausencia por la norma aquí impugnada del requisito, formal y material, que habilita al Gobierno a hacer uso de este poder legislativo excepcional, resulta de todo punto pertinente traer a colación la doctrina elaborada por el Tribunal Constitucional (TC) en relación con la obligada concurrencia de las circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad.

En tal sentido, puede convenirse que, desde sus iniciales y ya lejanos pronunciamientos, la jurisprudencia constitucional ha tenido oportunidad de ir estableciendo una doctrina acerca del alcance de la ”extraordinaria y urgente necesidad”, que el propio TC no duda ya en calificar como “consolidada” (sentencia 68/2007, de 28-3, FJ 6º). Como dejara ya dicho el TC en el primero de los pronunciamientos en que tuvo ocasión de analizar tan relevante tema, la cláusula constitucional no es una “expresión vacía de significado” dentro de la cual pueda moverse sin restricción alguna el Gobierno (sentencia 29/1982, de 31-5, FJ. 3º). Pero no obstante esta declaración de principio, la doctrina constitucional, en términos generales, no puede en modo alguno calificarse como restrictiva ni en su formulación teórica ni en su apreciación al caso concreto; muy antes al contrario, la jurisprudencia constitucional ha elaborado un cuerpo de doctrina que, sin resultar lineal, sostiene una interpretación laxa y amplia del presupuesto de hecho habilitante del dictado del real decreto-ley.

El TC ha venido manteniendo unos criterios que, en una valoración de conjunto y al margen de su resistencia, dado su casuismo, a ser aplicados de manera mecánica, pueden calificarse como flexibles.

La consolidada doctrina constitucional se encuentra sintetizada en las sentencias 189/2005, de 7-7 (FJ 3º), 329/2005, de 15-12 (FJ 5º) y, en la ya mencionada, 68/2007, que siguen los criterios elaborados en resoluciones anteriores (entre otras y por citar las menos alejadas en el tiempo, las sentencias 182/1997, de 28-10, 11/2001, de 17-1 y 137/2003, de 3-7). En este relevante corpus de pronunciamientos, el TC, tras reconocer la importancia que en la apreciación de la extraordinaria y urgente necesidad ha de concederse “al juicio puramente político de los órganos que ejercen la dirección del estado”, declara que, en razón de “la necesaria conexión” que ha de concurrir entre la facultad legislativa excepcional y la existencia del presupuesto habilitante, la cláusula constitucional no puede entenderse, como ya se ha anticipado, como “una expresión vacía de significado dentro de la cual el lógico margen de apreciación política del Gobierno” pueda moverse libremente, sin restricción alguna; antes al contrario, es obligado constatar “un límite jurídico a la actuación” del Gobierno. En atención a ello, por cuanto el poder gubernamental ha de ejercitarse dentro del ámbito delimitado por la Constitución, al TC corresponde el control de ese poder excepcional, pudiendo declarar la inconstitucionalidad de un concreto real decreto-ley bien por la inexistencia del presupuesto fundante bien por la invasión, por parte del Gobierno, de las competencias legislativas reservadas a las Cortes Generales. Como razonara la sentencia 182/1997, de 28 de octubre, “el control que compete al TC en este punto es un control externo, en el sentido de que debe verificar, pero no sustituir, el juicio político o de oportunidad que corresponde al Gobierno y al Congreso de los Diputados en el ejercicio de la función de control parlamentario” (FJ 3º).

    3. En aplicación de su doctrina, el TC ha señalado que la urgente y extraordinaria necesidad no reenvía a “necesidades extremadas o absolutas de la vida colectiva, sino más bien a aquellas necesidades relativas que se originan en el desenvolvimiento del quehacer gubernamental” (sentencia TC 60/1986, de 20-5, FJ 3º). La
Constitución autoriza pues al Gobierno para hacer uso del decreto-ley “en todos aquellos casos en que hay que alcanzar los objetivos marcados para la gobernación del país que, por circunstancias difíciles o imposibles de prever, requieren una acción normativa inmediata o en que las coyunturas económicas exigen una rápida respuesta” (sentencias 3/1986, de 4-2, FJ 5º, y 29/1986, de 20-2, FJ 2º); o en aquellas situaciones en que “no pueda acudirse a la medida legislativa ordinaria, sin hacer quebrar la efectividad de la acción requerida, bien por el tiempo a invertir o por la necesidad de la inmediatez de la medida” (sentencia TC 111/1983, de 2-12, FJ. 6º). Por lo demás y como en reiteradas ocasiones también ha señalado la jurisprudencia constitucional, el Gobierno dispone de un amplio margen de discrecionalidad política en la apreciación de la extraordinaria y urgente necesidad, margen éste que no puede ser ignorado o desconocido en el ejercicio del propio control constitucional.

En consonancia con estos criterios, el TC no estimó contraria al art. 86.1 CE la apreciación de la urgencia hecha por el Gobierno de turno en casos como: modificaciones tributarias sobre las haciendas locales (sentencia 6/1983, de 2-12), riesgo de desestabilización del orden financiero (sentencia 111/1983, de 2-12), adopción de planes de reconversión industrial (sentencia 29/1986, de 20-2), reforma administrativa adoptada tras la llegada al poder de un nuevo Gobierno (sentencia 60/1986, de 20-5), reformas legislativas sobre la concesión de autorizaciones para la instalación o el traslado de empresas (sentencia 23/1993, de 21-1), medidas tributarias de saneamiento del déficit público (sentencia 182/1997, de 28-10) o, en fin, necesidad de estimular las ventas en el mercado del automóvil (sentencia 137/2003, de 3-7).

En los supuestos enjuiciados sin tacha de inconstitucionalidad, expresivos de “coyunturas económicas problemáticas” (sentencia TC 23/1993, de 21-1, FJ 5º), el TC entendió que la figura del real decreto-ley representa un instrumento constitucionalmente lícito para la consecución de los fines que justifican la legislación de urgencia, y que no es otro que el atender “a situaciones concretas de los objetivos gubernamentales que por razones difíciles de prever requieran una acción normativa inmediata en un plazo más breve que el requerido por la vía normal o por el procedimiento de urgencia para la tramitación parlamentaria de las leyes” (entre otras muchas, sentencias TC 6/1983 , 11/2002 , 137/2003 y 68/2007 , todas ellas citadas).

Lo anterior razonado, es preciso añadir de seguido, como hace notar la propia jurisprudencia constitucional, que el ejercicio por el Gobierno de este poder legislativo excepcional le exige identificar de manera clara, explícita y razonada las situaciones de urgente y extraordinaria necesidad. Y también resulta obligada la concurrencia de una “conexión de sentido o relación de adecuación entre la situación definida que constituye el presupuesto habilitante y las medidas que en el real decreto-ley se adoptan” (sentencia 29/1982, FJ 3º, citada), de modo que esta últimas han de guardar “una relación directa o de congruencia con la situación que se trata de afrontar” (sentencia 182/1997, FJ 3º, citada).

Antes de dar por conclusa la exposición de la doctrina constitucional sobre la razón que habilita al Gobierno el dictado de la norma de urgencia, no estará de más efectuar dos observaciones finales. Por lo pronto, la identificación expresa de la “extraordinaria y urgente necesidad” ha de llevarse a cabo de una valoración conjunta de todos aquellos factores que llevaron al Gobierno a adoptar la disposición legal excepcional y que son, en lo esencial y como indica la jurisprudencia constitucional, “los que quedan reflejados en la exposición de motivos de la norma, a lo largo del debate parlamentario de convalidación y en el propio expediente de elaboración de la misma” (entre otras, sentencias 29/1982, , 182/1997, , 11/2002, y 137/2003, , todas ellas ya citadas).
 

La segunda observación que también es oportuno realizar se mueve en otras coordenadas, menos formales y más sustantivas. Esos conceptos jurídicos indeterminados - la “extraordinaria y urgente necesidad” - que tienden a dotar de justificación a la alteración ocasional del orden constitucional de elaboración de las leyes no son, evidentemente, nociones sinónimas. La necesidad extraordinaria apela a circunstancias de cierta gravedad o relevancia, cualificada sobre todo por la nota de imprevisibilidad o, al menos, de una previsibilidad no “exigible a un Gobierno atento” (SANTAMARÍA PASTOR). De ahí, la posibilidad de valorar la intensidad de esta nota a través de los antecedentes que concurren en el dictado de la norma de excepción. La urgencia, por su parte, evoca estados de perentoriedad que, al estilo de lo que sucede con la necesidad extraordinaria, también pueden ser medidos a través de variados parámetros, entre otros y de manera muy singular la posibilidad de cubrir la necesidad perseguida mediante las vías ordinarias de tramitación de las iniciativas legislativas del Gobierno.

2. La falta de idoneidad constitucional de las razones que han amparado el dictado del RD-L 3/2012

A. La inidoneidad formal: la elusión de la justificación de determinadas medidas

    4. Como se viene de hacer constar, la regularidad constitucional del dictado de las normas legales de urgencia pide la concurrencia de un requisito formal, consistente en la definición por el Gobierno, “de manera explícita y razonada”, de los motivos que fundan la urgente y extraordinaria necesidad. Y como también se ha señalado, la jurisprudencia constitucional entienden que el cumplimiento de esta primera exigencia puede deducirse del manejo de una pluralidad de fuentes, de entre las que sobresalen las tres siguientes: el preámbulo del correspondiente real decreto-ley, la memoria del mismo y, en fin, el debate parlamentario de convalidación.

En las reflexiones que siguen se intentará demostrar el déficit de la justificación ofrecida por la legislación de urgencia, que no menciona y elude referirse a materias objeto de regulación.

a) Las razones alegadas por el preámbulo y sus elusiones

    5. El apartado VII de la exposición de motivos del RD-L 3/2012 se ocupa, monográficamente, de identificar las razones justificativas de la urgente y extraordinaria necesidad. Adoptando la tipología manejada por la sentencia TC 68/2007, estas razones pueden clasificarse en dos grandes tipos: básicas e instrumentales. La diferencia entre una y otra categoría reside en su ámbito de afectación: mientras la básica ofrece la motivación genérica o general, aplicable a la norma de urgencia en su conjunto, las razones instrumentales pretenden justificar la concurrencia del presupuesto habilitante en relación con los bloques normativos en que dicha norma se estructura.

Aplicando esta tipología, la lectura de la mencionada exposición de motivos pone de manifiesto que la calificación de razón básica puede atribuirse exclusivamente a una sola concreta motivación, explicitada en dos ocasiones en la referida exposición de motivos. Razonando sobre la situación del mercado español de trabajo y tras declarar que las medidas adoptadas desde el inicio de la crisis para reformarlo “se han revelado insuficientes e ineficaces para conseguir crear empleo”, el inciso final del párrafo segundo del citado apartado VII argumenta del modo siguiente:

“Se requiere la adopción urgente de estas medidas para generar la confianza necesaria para que los agentes creadores de empleo realicen nuevas contrataciones y opten por aplicar medidas de flexibilidad interna antes que por destruir empleo. Con esta reforma laboral se pretende crear las condiciones necesarias para que la economía española pueda volver a crear empleo y, así, generar la confianza necesaria para los mercados y los inversores”.

En un sentido muy similar y con una expresa invocación al art. 86.1 CE, el penúltimo párrafo del apartado I del tan mencionado preámbulo dice:

“La extraordinaria y urgente necesidad que exige el artículo 86 de la Constitución Española para legislar mediante real decreto-ley se justifica por la situación del mercado laboral español. Este real decreto-ley pretende crear las condiciones necesarias para que la economía española pueda volver a crear empleo y así generar la seguridad necesaria para trabajadores y empresarios, para mercados e inversores”.

De su lado, las que hemos calificado como razones instrumentales se contienen en el apartado VII, que enuncia una concreta razón no para cado uno de los cinco capítulos en que se estructura la ley de urgencia sino – y ello es bien diferente – para los siguientes cinco bloques normativos: incentivos para la contratación de trabajadores y para favorecer su empleabilidad, favorecimiento de la flexibilidad interna, mejora de la eficiencia del mercado de trabajo, mejora de la intermediación laboral y reordenación de la negociación colectiva.

El párrafo cuarto del preámbulo reflexiona de la siguiente guisa: “La extraordinaria y urgente necesidad que exige el artículo 86 de la Constitución española para legislar mediante real-decreto-ley resultan predicables (sic) de manera individualizada respecto de cada una de las medidas que se adoptan pero, de manera especial, del conjunto que integran.”

Antes de transcribir las razones instrumentales de estos bloques, conviene hacer constar que las razones expresadas no se refieren de manera “individualizada”, como equívocamente argumenta el texto recién transcrito de la exposición de motivos, a todos y a cada uno de las cinco grupos de medidas objeto de tratamiento por parte de los cinco capítulos en que se divide formalmente el real decreto-ley a examen. Antes al contrario, la lista de las materias cuya urgente y extraordinaria necesidad se fundamenta es arbitraria o, si se prefiere, selectiva. De un lado, queda sin fundamentación alguna la reforma del capítulo V (“modificaciones de la Ley 36/2011, de 10 de octubre, reguladora de la jurisdicción social”). Pero de otro, son objeto de tratamiento desdoblado dos concretas materias (“la mejora de la intermediación laboral” y “la reordenación de la negociación colectiva”) que, no obstante, se incluyen en el texto legislativo bajo una diferente denominación (medidas para favorecer “la empleabilidad” – capítulo I - y “la flexibilidad interna” –capítulo III). En realidad, esta falta de correspondencia entre razones alegadas y materias reguladas no hace sino evidenciar la inadecuación de esas materias con el rótulo que se utiliza para su reforma legislativa. En efecto, ni la denominada por el citado apartado VI del preámbulo “mejora de la intermediación laboral”, que se limita a atribuir a las empresas de trabajo temporal la condición de agentes de colocación, es una medida que sirva para “favorecer la empleabilidad de los trabajadores” (rúbrica del capítulo I en el que se inserta la reforma de la intermediación laboral) ni, lo que es más relevante, las “modificaciones incluidas en los aspectos relativos a la negociación colectiva” (apartado VI de la exposición de motivos) pueden encuadrarse entre las “medidas para favorecer la flexibilidad interna en las empresas como alternativa a la destrucción de empleo” (rúbrica del capítulo III en el que se incluyen tales modificaciones). En última instancia, la tan reiterada falta de correspondencia trasluce el uso oportunista que la norma de urgencia hace de los conceptos jurídicos que invoca para justificar la necesidad de su reforma a través de una legislación de urgencia.

Lo anterior señalado, una comparación meramente formal entre las razones alegadas “de manera expresa y explícita” como justificativas de la urgente y extraordinaria necesidad muestra que no hay mención a las siguientes materias, ninguna de las cuales es susceptible de reconducirse ni a la sola razón básica evocada ni a alguna de las cinco razones instrumentales igualmente invocadas:

1) art. 5: derogación de la prohibición de los trabajadores a tiempo parcial de la realización de horas extraordinarias;

2) art. 6: nueva regulación del trabajo a domicilio, que pasa a denominarse “trabajo a distancia”;

3) art. 9: transferencia de una de las previsiones establecidas en el contenido del anterior art. 85.3.i.1º del ET al art. 34.2 del mismo texto legal;

4) art. 14.4: supresión de los apartados g) y h), números 1º a 4º, del art. 85.3 ET

5) Cap.V, arts. 20 a 25

6) Disposición adicional cuarta: control de la incapacidad temporal

7) Disposición adicional séptima: normas aplicables en las entidades de crédito

8) Disposición final primera: modificaciones en materia de conciliación de la vida laboral y familiar.

b) Las razones alegadas en la memoria y sus elusiones

    6. En fecha 13 de febrero de 2012, la Vicepresidenta y Ministra de la Presidencia remitía escrito al Excmo.

Sr. Presidente del Congreso de los Diputados, a efectos de lo dispuesto en los arts. 86 CE y 151.1 del reglamento de la Cámara, al que se adjunta, además del texto del RD-L 3/2012, la “memoria del análisis del impacto normativo”. En el resumen que precede a la citada memoria (págs. 1-3) y bajo el epígrafe “principales alternativas consideradas”, se hace constar la imposibilidad de haber considerado “otras alternativas diferentes de la norma jurídica con rango de real decreto-ley, teniendo en cuenta” dos tipos de razones: las de jerarquía normativa y las de “urgencia y necesidad (sic), derivadas de la situación económica y del empleo”.

Más adelante, en las págs. 12 y 13 de la indicada memoria, se desarrollan, mediante la técnica del listado, las razones de “extraordinaria y urgente necesidad”, enunciándose hasta un total de cinco. La que podría calificarse como razón básica se formula en el punto primero, que dice así:

“Los indicadores de coyuntura apuntan que la situación de destrucción de empleo se mantendrá, y en consecuencia no se aprecia a corto plazo el inicio de una fase económica cualitativamente diferente de la atravesada en los últimos cuatro años. Por lo que para poder alcanzar la senda del crecimiento y de la generación de empleo se requieren medidas completas, útiles, equilibradas, diferentes de las adoptadas hasta este momento, que solo resulta posible implementando con urgencia reformas de calado en el ámbito de las relaciones laborales”

Por su parte, las razones segunda a quinta citadas en la memoria se limitan a reproducir, con una notable literalidad, las razones instrumentales primera, segunda, tercera y quinta ya mencionadas en el apartado VII de la exposición de motivos de la norma de urgencia. De este catálogo de razones instrumentales desaparece, así pues, toda referencia a la “mejora de la intermediación laboral”.

Un examen de las alegaciones manejadas por el Gobierno para fundamentar su decisión de dictar el RD-Ley 3/2012 no altera ninguna de las conclusiones que, en relación con la falta de idoneidad formal, quedaron ya registradas en anterior apartado. En consecuencia, puede darse por reproducido lo ahí argumentado; a saber: la insuficiencia de las razones esgrimidas por el legislador excepcional, tanto la básica como las instrumentales, para justificar la regulación de las materias abordadas en los pasajes legales expresamente citados.

c) Las razones alegadas en el trámite de convalidación del Real Decreto-Ley 3/2012 y sus elusiones

    7. En fecha 8 de marzo del corriente, tuvo lugar la convalidación por parte del pleno del Congreso de los Diputados, conforme prevé el art. 96.1 CE, del RDL-Ley 3/2012, que fue precedido por el oportuno debate parlamentario. A lo largo de la defensa de la citada convalidación, la Sra. Ministra de Empleo y Seguridad Social, tal y como se infiere de la simple lectura del acta correspondiente (Cortes Generales, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados del Pleno y Diputación permanente de 9 de marzo de 2012, núm. 17), no solamente no ofreció nuevos argumentos justificativos de la adopción de la norma de urgencia; más en concreto, no suministró argumento alguno, limitándose a señalar, de manera rutinaria y colateral, que la citada disposición “se enmarca en el conjunto de reformas estructurales que el Gobierno ha puesto en marcha para agilizar la recuperación económica”, calificándola como “más que necesaria, a tenor de la situación actual de nuestro mercado de trabajo” (p. 3). En suma, la totalidad de la intervención de la responsable gubernamental en materia de empleo estuvo centrada en explicar el contenido de la reforma y, en modo alguno, en suministrar una justificación, por reiterativa que fuera, de su adopción mediante la vía excepcional que prevé el art. 86.1 CE.

B. La inidoneidad material: la inexistencia de conexión entre la situación de urgencia definida y la medida concreta adoptada para atenderla

    8. Como ya se ha tenido ocasión de recordar, la jurisprudencia constitucional dictada acerca del art. 86.1 CE exige no solo que el legislador de urgencia proceda a enunciar “de manera expresa y explícita” las razones justificativas del ejercicio de ese poder legislativo excepcional en que consiste el dictado de un real decreto-ley. Además de ello, la doctrina consolidada del TC también pide la concurrencia de un segundo requisito, consistente ahora en la existencia de una conexión entre la situación de urgencia expresamente definida y las medidas concretas adoptadas por esa norma.

Argumentada que ha sido en anterior apartado la insuficiencia en la explicación de las razones justificativas de la aprobación del RD-L 3/2012, los razonamientos que a continuación siguen tienen el objetivo de demostrar la inobservancia por la citada disposición legal de esta segunda exigencia constitucional; esto es, la abierta y manifiesta inexistencia de la obligada conexión entre la situación justificativa de la adopción de la norma de urgencia y las medidas elegidas para subvenir a la misma. A estos efectos y en atención a la metodología utilizada por el propio legislador de urgencia, conviene razonar la falta de conexión que se viene de denunciar a la luz de la razón básica y de las razones instrumentales alegadas como causas determinantes del dictado del real decreto-ley y de las medidas ahí establecidas.

    9. Un primer y superficial contraste entre la razón básica alegada por el preámbulo del real decreto-ley y esa misma razón invocada por la memoria del mismo pudiera hacer pensar en una falta de identidad entre una y otra. Mientras aquella primera identifica como causa esencial la voluntad de “crear las condiciones necesarias para que la economía española vuelva a crear empleo y, así, generar confianza para los mercados y los inversores” (y “para los trabajadores y empresarios”, en la versión más extensa contenida en el apartado I de la exposición de motivos), esta otra, tras dejar constancia de que los indicadores de coyuntura apuntan una mayor destrucción de empleo “a corto plazo”, señala que la serie de medidas ”completas, útiles y equilibradas” contenidas en la norma de urgencia pretenden “alcanzar la senda del crecimiento y de la generación de empleo”. Un examen no ya literal sino sistemático y finalista desmiente esa primera valoración, permitiendo afirmar la sustancial coincidencia entre ambas razones básicas.

Ello indicado, lo primero que conviene resaltar de la unitaria razón básica esgrimida es la extremada ambigüedad de todas y cada una de las expresiones utilizadas. En efecto, apelar como causa justificativa a la implantación de “las condiciones necesarias” para crear empleo o a la necesidad de “alcanzar la senda del crecimiento y del empleo” mediante la aprobación de un conjunto de medidas “completas, útiles y equilibradas”, constitutivas de “una reforma de calado en el ámbito de las relaciones laborales”, capaces de generar, por si mismas, “confianza para trabajadores, empresarios, mercados e inversores” comporta – por decirlo utilizando terminología de la sentencia TC 68/2007 – “la utilización de fórmulas rituales de una marcada abstracción y, por ello, prácticamente de imposible control constitucional” (FJ 10).

El establecimiento de unas condiciones necesarias para la creación de empleo es un deber al que, por mandato del art. 40 CE, han de atender todos los poderes públicos, señaladamente aquél que ejerce la función de dirección y gestión cotidiana de los asuntos públicos: el gobierno de la Nación, sin que ni el preámbulo ni la memoria ofrezca pista alguna para conocer la identidad y relevancia de los estrechos lazos que se presumen existentes entre las medidas contenidas en el real decreto-ley y el nuevo escenario nacido de esas medidas y que, en razón de propiciar la creación de empleo, parece tener una naturaleza económica. De su lado, la atribución a las nuevas reglas reguladoras de nuestro sistema de relaciones laborales de la capacidad de generar confianza en casi todas las direcciones imaginables (trabajadores y empresarios, mercado e inversores) es o, al menos, debiera de ser la lógica y obligada consecuencia de cualquier medida adoptada por los poderes públicos en el marco de un Estado social y democrático de derecho. Expresada la idea en otras palabras, la razón básica manejada por el legislador de urgencia vendría a amparar no solo ni tanto esta concreta y singular decisión sino, más genéricamente y con igual nivel de exigencia, cualquier otra medida legislativa o ejecutiva puesta en práctica en una economía de mercado o, por formular la misma idea con un alcance más omnicomprensivo, aplicada en toda sociedad democrática.
La invocación de unos términos tan intangibles, evanescentes y, por consiguiente, incontrolables, como puede predicarse de expresiones tales como “confianza”, “mercado” o “inversores”, así lo evidencia; confirma, en efecto, la voluntad del legislador de urgencia de privar a la razón justificativa de su acto legislativo de todo margen de razonable verificación constitucional.

Sin intención por nuestra parte no ya de abrir la puerta a la constelación de interrogantes irresolubles que lega la razón justificativa de la decisión normativa adoptada sino, ni tan siquiera, entornarla o, lo que es igual, moderando sobre manera el campo de la indagación, no resulta fácilmente rebatible que el legislador ha optado de manera deliberada y meditada por no facilitar pista, pauta u orientación de tipo alguno, ni concreto ni genérico, para poder dotar de la mínima visibilidad a los beneficiarios de la confianza aportada, en su parecer, por el dictado de las medidas laborales establecidas en la norma de urgencia. Por apuntar algunas preguntas sin respuesta: ¿qué mercados son los beneficiarios de las medidas laborales: ¿los nacionales o también los internacionales?; ¿los crediticios, los productivos, los bursátiles o los especulativos?
La verdad es que todos estos mercados, y otros muchos más que podrían aun traerse a colación, adquirirán la oportuna confianza para invertir y, así, poder crear empleo cuando se modifiquen no las “condiciones” laborales sino las “otras condiciones”, las que verdaderamente actúan como causas determinantes de la creación de empleo y que, en pocas palabras, pueden ser condensadas bajo la fórmula “cambio del ciclo económico”. Cuando tal acontezca, las declaraciones destinadas a vincular la reforma del mercado de trabajo emprendida por el RD-Ley 3/2012 con el nuevo y positivo signo del empleo y, por tanto, a fundamentar la decisión en su momento adoptada se habrán logrado instalar en un escenario por entero refractario a la verificación social. Pero no por ello, esa conexión habría logrado superar el test de constitucionalidad.

Un menor nivel de fundamentación jurídico-constitucional, si cabe, ha de reconocerse a la formalización de la razón básica enunciada en la memoria de la norma de urgencia, elaborada mediante el recurso a una terminología anegada en una solemne vacuidad. Alegar, como en efecto así se hace, que “alcanzar la senda del crecimiento y de la generación de empleo” exige la introducción de “medidas completas, útiles y equilibradas” o, en otros términos, la adopción de medidas “diferentes de las adoptadas hasta ese momento” constituye un juicio de intensa significación política, ajeno por completo al mínimo control constitucional. La utilización del poder legislativo ex art. 86.1 CE en un sentido acorde al mandato constitucional no depende de que las medidas adoptadas en el ámbito de las relaciones laborales posean o carezcan de los atributos de plenitud, utilidad y equilibrio; y tampoco depende del mayor o menor “calado” de la reforma emprendida. El factor decisivo para el reconocimiento a un decreto-ley de la conformidad constitucional reside, sencillamente, en que las medidas introducidas – cuya utilidad ha de entenderse implícita al ejercicio del poder político – lo hayan sido en una situación de “urgente y extraordinaria necesidad”. Y es la concurrencia de ese factor lo que se encuentra ausente en el real decreto-ley objetado.

    10. Pero al margen de la imprecisión extrema de la que se hace gala, de la razón básica invocada no son predicables, como se ha apuntado, los rasgos que, en el decir de la jurisprudencia constitucional, caracterizan una situación de extraordinaria y urgente necesidad. Aún cuando esta ha descartado que la utilización por el Gobierno de la potestad legislativa excepcional solo sea constitucionalmente regular en situaciones de fuerza mayor, la doctrina del TC viene exigiendo la concurrencia de ciertas notas de imprevisibilidad, inusualidad, gravedad e inmediatez. Y son precisamente estos rasgos los que se encuentran por completo ausentes en el real decreto-ley a examen. O, por formular la idea con un nivel superior de corrección constitucional, no existe conexión alguna entre la situación de urgente y extraordinaria necesidad (léase: imprevisibilidad, inusualidad del escenario en que han de aplicarse las reglas reguladoras de nuestro sistema jurídico de relaciones laborales, vigente en el momento de la aprobación del real decreto-ley) y las medidas adoptadas por la norma de urgencia. Esta falta de conexión se fundamenta en dos argumentos: uno primero de naturaleza estructural y otro segundo de carácter coyuntural.

De conformidad con una opinión unánimemente aceptada, asentada en una consolidada experiencia, el funcionamiento de las economías de mercado tiene un carácter cíclico: a ciclos de crecimiento económico sostenido, de mayor o menor duración, suceden otros ciclos recesivos que, como aquellos, pueden prolongarse más o menos. No es este momento ni lugar apropiados para razonar esta opinión que, aplicada a la economía española, aunque no solo a la española, es irrefutable. Por mantener la referencia en el período constitucional, España ha conocido en el curso de los últimos treinta y cinco años periodos de intensa bonanza económica y períodos, más breves, de crisis y recesión. El carácter cíclico de nuestra economía es, así, un elemento estructural, sobre el que han venido actuando, en su reducido ámbito operativo, las disposiciones reguladoras del contrato de trabajo o de la negociación colectiva, que han ido experimentando, de manera continua y permanente, modificaciones y alteraciones a fin de adaptarlas a los igualmente permanentes cambios de la economía y del propio mercado de trabajo. Pero esta necesidad de adaptación del ordenamiento laboral, como tuviera ocasión de razonar la sentencia TC 68/2007, “no es coyuntural, sino estructural”, no alcanzando “por si misma a satisfacer el cumplimiento de los estrictos límites a los que la Constitución ha sometido el ejercicio del poder legislativo del Gobierno”, ya que – siguen siendo palabras de la citada resolución – ello “supondría excluir prácticamente en bloque el procedimiento legislativo parlamentario el conjunto de la legislación laboral y de la de Seguridad Social administrativo, lo que obviamente no se corresponde con nuestro modelo constitucional de distribución de poderes” (FJ 10).

La única excepción a una regla como la expuesta, que ha de aplicarse con criterios de generalidad material y temporal, se produce en situaciones especialmente cualificadas por las notas de gravedad, imprevisibilidad perentoriedad. Y son ellas, precisamente, las que no concurren en el dictado del RD-Ley 3/2012. Como ya se ha razonado, y ahora se repite, la razón justificativa de esta norma no ha consistido en salir al paso de la constante caída del empleo que padece el mercado español de trabajo desde hace casi cuatro años mediante la introducción de medidas destinadas, de manera frontal y directa, a fomentar el empleo, como pudieran ser, a título meramente ejemplificativo, la incentivación de la contratación de la población asalariada más vulnerable, el establecimiento de líneas de financiación directa para la puesta en marcha de proyectos empresariales, vinculadas a la efectiva contratación de nuevos trabajadores, o, en fin, la implantación de un sistema de ayudas de diversa naturaleza a las empresas que se comprometan a mantener el empleo. En suma, dada la notoria y unánimemente reconocida falta de correspondencia directa entre reforma del mercado de trabajo y creación de empleo, los rasgos delimitadores de la extraordinaria y urgente necesidad han de reputarse ausentes del RD-Ley 3/2007, incluso si la razón justificativa del mismo hubiera sido la mera creación del empleo.

Consciente el Gobierno de esta falta de correspondencia, la razón básica alegada no la identifica en combatir el paro y facilitar el empleo sino, y ello es bien diferente, crear las “condiciones necesarias para crear empleo”. Las medidas adoptadas no pretenden pues, y como paladinamente se confiesa, torcer la tendencia negativa del empleo. La norma no busca actuar sobre la realidad presente de nuestra economía, intentando de manera inmediata, como exige el poder legislativo del que excepcionalmente se ha hecho uso, invertir su sentido recesivo; muy antes al contrario, pretende operar de manera presuntamente preventiva y permanente.

Huérfana de la mínima razonabilidad constitucional, la razón justificativa termina así apelando a un futuro hipotético; esto es, a una situación caracterizada por una doble incertidumbre; de un lado, la temporal, pues no se ofrece pista alguna para saber cuándo podrán darse por alcanzadas esas “condiciones” determinantes de la creación de empleo y, de otro, la material, pues tampoco se ofrece garantía alguna de que con las medidas adoptadas, por ellas mismas, se pueda crear empleo; esto es, alcanzar la “senda (del crecimiento) de la generación del empleo”.

En un contexto económico como el descrito tan sucintamente, el establecimiento de las condiciones necesarias para la creación de empleo no define en modo alguno una situación imprevisible, inusual o grave.

Por lo pronto, la crítica situación del paro no puede reputarse como imprevisible, tal y como lo confirma la trayectoria habida en las tasas de paro en el curso de los últimos cuatro años; y como igualmente lo corroboran, y de manera firme, las previsiones de la contabilidad nacional dadas a conocer por el Sr. Ministro de Economía y Competitividad el día 2 de marzo de 2012 para el año 2012, según las cuales las personas que este año perderán su puesto de trabajo- una vez aprobada la norma de urgencia – serán 630.000, volviendo así a incrementarse por quinto año consecutivo la tasa de paro. Dicha situación, en segundo lugar y por lo ya razonado, tampoco puede calificarse como inusual, ya que se viene padeciendo desde el año 2007. La gravedad de la situación es, desde luego, indiscutible. Pero, como sin disimulo alguno ha reconocido ya el Gobierno, el real decreto-ley no vendrá a moderar o contener esa situación de gravedad; muy antes al contrario, la misma se agravará, sin que pueda definirse, al menos ahora, en el momento de la aprobación de la norma de urgencia, la secuencia en la que la nota de gravedad comenzará a relajarse. Resumiendo: la situación del mercado de trabajo carece por completo de las notas definidoras de la “urgente y extraordinaria necesidad”; dibuja, antes bien y lamentablemente, un escenario estructural y previsible.

Al margen del argumento que se viene de exponer, otro segundo, de carácter más coyuntural, viene a confirmar la completa falta de conexión entre la situación de urgencia definida y las medidas adoptadas por el RD-Ley 3/2012 para atajarla. Apenas quince días antes de la publicación de esa norma de urgencia en el BOE, el 25 de febrero de 2012, las organizaciones sindicales (UGT y CC.OO) y las asociaciones empresariales (CEOE y CEPYME) más representativas de carácter estatal suscribieron el “II Acuerdo para el empleo y la negociación colectiva 2012, 2013 y 2014” (II AENC). En la introducción al citado acuerdo interprofesional, las partes firmantes efectúan, de manera compartida, un diagnóstico de la situación de la economía internacional y española, conviniendo en que “las condiciones excepcionales” concurrentes exigen actuar con medidas específicas para conseguir, en el menor tiempo posible, un crecimiento de la actividad económica que permita crear empleo (párr. primero)”.

No ha lugar ahora, y la ocasión tampoco lo exigiría, a analizar el contenido del II AENC, bastando, a los efectos que aquí importan, con efectuar dos observaciones. Con la primera se pretende realzar la pormenorizada explicitación que las partes hacen de la complicada situación por la que atraviesa la economía española y, por ende, el empleo, definiendo con notable adecuación sus disfunciones y carencias. La segunda observación atiende al contenido pactado, que se superpone con buena parte de las materias objeto de regulación por el RD-Ley 3/2012. Como éste, también aquel otro trata de la formación y el teletrabajo, de la flexibilidad interna, de las reestructuraciones empresariales, de las formas de aplicación negociada de las condiciones establecidas en convenios colectivos y, en fin, de la estructura de la negociación colectiva.

Además de la firma del II AENC, que sigue una dilatada y fecunda experiencia de acuerdos interprofesionales en nuestro sistema de relaciones laborales, cuatro días antes de la aprobación del RD-Ley 3/2012, los interlocutores firmaron el V Acuerdo sobre solución autónoma de conflictos laborales (V ASAC), atendiendo así a las orientaciones establecidas en la Disposición Adicional Primera del Real Decreto-Ley 7/2011, de 10 de junio, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo. Pues bien, este segundo acuerdo interprofesional se ocupa de un tema nuevamente tratado por la norma de urgencia sujeta ahora a juicio de constitucionalidad, relativo a la implantación de procedimientos no judiciales de las discrepancias que pudieran aparecer en los procesos de negociación destinados a permitir al empresario la inaplicación de las condiciones de trabajo previstas en el convenio colectivo vigente en su empresa.

En un contexto temporal como el ahora recordado, que define el escenario político-social y económico en que fue dictado el RD-Ley 3/2007, caracterizado por el dato incuestionable de que fueron los interlocutores sociales los que, a través del diálogo social, intentaron generar la confianza, desde luego, de los trabajadores y empresarios pero también de los “mercados e inversores” para que, como ellos mismos confiesan, se consiga “un uso más óptimo de la capacidad productiva instalada e incrementar el empleo”, el citado real decreto-ley queda por completo desprovisto de causa justificativa. A las medidas laborales en él contenidas ha de privárselas de las notas de “utilidad y equilibrio”, atributos éstos que pertenecen a las medidas laborales de origen pactado, con las que, por cierto, a menudo la norma de urgencia entra en conflicto y contradicción. Más todavía. Al margen de ello y por encima de ello, los mencionados acuerdos interprofesionales, en atención al momento en que han sido firmados y a los temas que abordan, han tenido el efecto de eliminar o, cuanto menos, de moderar muy intensamente los rasgos definidores de la “urgente y extraordinaria necesidad”; la imprevisibilidad y la perentoriedad. El RD-Ley 3/2012 no ha venido a actuar, pues, en un escenario económico dominado por la falta de confianza de trabajadores y empresarios; antes al contrario, en un sistema en el que los interlocutores sociales tienen la condición, expresamente reconocida por la jurisprudencia constitucional, de “instituciones de relevancia constitucional”, a los citados acuerdos ha de atribuírseles una capacidad de generar confianza muy superior a las medidas impuestas por el Gobierno. Y tampoco podrá ya reclamar para sí la norma de urgencia la contribución de haber establecido, por ella misma, las “condiciones necesarias para crear empleo”.

En suma, la “extraordinaria y urgente necesidad”, en el nuevo escenario económico, social, organizativo y jurídico dibujado por el II AENC y el V ASAC, queda huérfana de cobertura constitucional, no haciendo otra cosa que traslucir una práctica política poco proclive al reconocimiento del diálogo y concertación social no tanto ni solo como instrumento de ordenación del mercado de trabajo cuanto como método de gobierno del sistema de relaciones laborales en su conjunto.

    11. Encarando ahora el examen de las razones instrumentales, el tan mencionado apartado VI del preámbulo, tras fundamentar la extraordinaria y urgente necesidad de todas las materias y del conjunto en que se integran, sigue razonando del modo siguiente:

“En primer lugar, ha de tenerse en cuenta respecto de las medidas que se refieren a los incentivos para la contratación de trabajadores y para favorecer su empleabilidad, que la dilación derivada de la tramitación parlamentaria de una norma que contuviera estas medidas tendría un impacto negativo en las decisiones empresariales para la contratación y alteraría gravemente el funcionamiento del mercado de trabajo. De ahí que sea necesaria la inmediata instauración de las mismas. (...).

En segundo lugar, las medidas relativas al favorecimiento de la flexibilidad interna de las empresas también demandan una rápida incorporación al ordenamiento, especialmente en las circunstancias actuales de necesidad que tienen las empresas de acudir a las mismas como alternativa primordial a la destrucción de empleo.

En tercer lugar, las medidas dirigidas a mejorar la eficiencia del mercado de trabajo, directamente relacionadas con las medidas de ajuste y reestructuración que deben acometer las empresas, guardan estrecha relación con las dos medidas de los dos grupos anteriores y no pueden entenderse sin ellas, toda vez que un conocimiento integral del conjunto de la regulación laboral que afecta a todas estas materias forma parte esencial de la formación de la voluntad de las empresas en las decisiones que finalmente toman y que han de conformar el funcionamiento de nuestro mercado de trabajo hacia un mayor crecimiento.
En cuarto lugar, las medidas tendentes a la mejora de la intermediación laboral, que pretende la maximización de la eficiencia de los recursos públicos y privados dirigidos para favorecer la contratación, no permiten dilación alguna derivada de una tramitación parlamentaria de la norma, en especial a la vista de la magnitud del desempleo en nuestro país.

En quinto lugar, las modificaciones incluidas en los aspectos relativos a la negociación colectiva exigen dotar de certidumbre a las bases sobre las que las partes negociadoras deben abordar la negociación y revisión de los convenios colectivos, a la vista de las sustanciales novedades introducidas por este real decreto-ley en el Título III del Estatuto de los Trabajadores. Dilatar la efectividad de las importantes modificaciones que la norma contiene se traduciría a no dudar en el retraso, incluso en la paralización, de los procesos de negociación colectiva y minimizaría el impacto que dichas modificaciones pretenden conferir a los convenios colectivos como marcos regulatorios ágiles y flexibles que permitan contribuir eficazmente a la recuperación de la economía y a la creación de empleo”.

En lo que concierne a la memoria del real decreto-ley, ya se hizo constar que las razones segunda a quinta se limitan a reproducir, con una notable literalidad, las razones instrumentales primera, segunda, tercera y quinta ya mencionadas en el apartado VII de la exposición de motivos de la norma de urgencia. Del catálogo de razones instrumentales recién transcrito, la memoria suprime, así pues, toda referencia a la “mejora de la intermediación laboral”, desaparición ésta que no deja de traslucir, aunque sea de manera indirecta, el verdadero juicio que al propio legislador le merece esta concreta medida; a saber: la no confesada convicción de que la medida carece de las exigencias constitucionales necesarias para su adopción.

    12. La mera lectura de las razones instrumentales a las que se viene de hacer referencia permite extraer los rasgos que las caracterizan, rasgos éstos que vuelven a evidenciar su inidoneidad material con las exigencias constitucionales.

El primero de los rasgos es la dimensión estrictamente formal de bastantes de las causas alegadas para fundamentar la aprobación de las medidas adoptadas en el campo de las relaciones laborales mediante el ejercicio de ese poder legislativo excepcional en que consiste la legislación de urgencia. En el formalista razonamiento del legislador, la inmediatez de la reforma no es el efecto lógico de la situación de urgente necesidad; se erige, curiosa y erráticamente, en causa misma de esa situación. En este sentido y para no razonar en el vacío, la “rápida incorporación al ordenamiento” se convierte en la causa justificativa de la regulación de las “medidas referidas al favorecimiento de la flexibilidad interna”. Y del mismo modo, la imposibilidad de “dilación alguna derivada de una tramitación parlamentaria” se ofrece como la motivación instrumental de las “medidas tendentes a la mejora de la intermediación laboral”. Esta argumentación formalista alcanza su más extremado nivel en relación con las medidas de reforma de la negociación colectiva.
La lectura del primer inciso del penúltimo párrafo del apartado VII del preámbulo así como del punto 5º del apartado I.2.b de la memoria evidencia que la necesidad de dotar de certidumbre a la citada reforma se debe “a las sustanciales novedades introducidas por este real decreto-ley en el Título III del Estatuto de los Trabajadores”. O formulada la idea de modo más sencillo: la necesidad de adoptar las modificaciones en materia de negociación colectiva mediante una norma de urgencia trae causa en que esta misma revisa el régimen legislativo de la negociación colectiva. La negociación colectiva no solo constituye el objeto de la realidad social revisada normativamente por el real decreto-ley; además de ello, la propia revisión se concibe como la causa misma que justifica el instrumento excepcional utilizado para su reforma. La argumentación utilizada constituye así un ejemplo, sencillo y primario, de los razonamientos de tipo circular. Incurre, en suma, en una petición de principio.

Al margen de su dimensión eminentemente formalista, el legislador excepcional pretende utilizar criterios de fondo para justificar la regulación de determinadas medidas por la vía de la legislación de urgencia. Ninguno de tales criterios es capaz de superar el test de razonabilidad constitucional, incluso en una benévola evaluación. Así y por lo pronto, la ordenación a través de esta legislación de “los incentivos para la contratación de trabajadores y para favorecer su empleabilidad” se justifica por cuanto “la dilación derivada de la tramitación parlamentaria de una norma que contuviera estas medidas tendría un negativo impacto en las decisiones empresariales para la contratación y alteraría gravemente el funcionamiento del mercado de trabajo”. Y así también, las medidas dirigidas a mejorar la eficiencia del mercado de trabajo (capítulo III del RD-Ley 3/2012) precisan una pronta incorporación al ordenamiento por la estrecha conexión que guardan con las medidas de los dos primeros capítulos “y no pueden entenderse sin ellas, toda vez que un conocimiento integral del conjunto de la regulación laboral que afecta a todas estas materias forma parte esencial de la formación de la voluntad de las empresas en las decisiones que finalmente toman y que han de conformar el funcionamiento de nuestro mercado de trabajo hacia un mayor crecimiento”.

En relación con la razón alegada para justificar la regulación de las medidas sobre contratación y empleabilidad, lo primero que llama la atención es la deliberada renuncia del legislador a ofrecer una explicación del por qué la adopción de esas medidas por la vía ordinaria de la ley tiene un impacto negativo en las decisiones empresariales y, en razón de ello, alteraría “gravemente el funcionamiento del mercado de trabajo”. Una razón semejante, de grueso calibre, hubiera necesitado algo más que su simple y vacío enunciado; hubiera exigido, para poder adquirir la obligada razonabilidad, un desarrollo, por mínimo que fuera. Las normas dictadas por el titular del poder legislativo siempre crean, modifican o extinguen derechos, abriendo durante su proceso de elaboración unas expectativas o unas resistencias por parte de sus destinatarios enderezadas a anticipar o a posponer la aplicación de la norma. Pero para evitar los comportamientos que impacten negativamente en las ulteriores decisiones seguidas por los destinatarios, impidiendo alcanzar los objetivos deseados, no es preciso el dictado de un decreto ley por parte del Gobierno, con el que una vez más podría ponerse en permanente estado de excepción el genuino poder legislativo. Para ello, basta el recurso por parte de la ley ordinaria a las técnicas de ordenación intertemporal de las normas. El art. 9.3 CE no veda la retroactividad de cualquier disposición; proscribe tan solo ese efecto respecto de aquellas disposiciones “sancionadoras no favorables” o de las “restrictivas de derechos”. Por ilustrar la idea con dos sencillos ejemplos. El recurso por el Gobierno a la tramitación legislativa ordinaria no habría impedido que la ley finalmente aprobada hubiera podido establecer algunos o todos los incentivos fiscales o de seguridad social en caso de celebración por las empresas de contratos de trabajo con jóvenes menores de 30 años o de edad inferior, retrotrayendo tales incentivos y ayudas a un momento anterior al de la entrada en vigor de la propia ley. Y tampoco habría habido obstáculo a que dicha ley hubiera podido establecer que los contratos de formación y aprendizaje celebrados a partir de una fecha determinada hubieran podido ser prorrogados por un año, siempre y cuando la duración inicial pactada hubiera sido de dos años, posibilitándose así, por la vía ordinaria, la ampliación en un año de la duración total de esa modalidad de contrato de trabajo. Desde luego, unas decisiones semejantes se encontrarían por completo al abrigo del grueso reproche de alterar “gravemente el funcionamiento del mercado de trabajo”.

En relación con la argumentación esgrimida para fundamentar la falta de idoneidad de la tramitación ordinaria de las medidas relativas a “la eficiencia del mercado”, no puede dejar de denunciarse severamente la opción de fondo que late en la misma, con la que, en última instancia, se pone en tela de juicio y desmiente la razón básica alegada por el real decreto-ley adoptado. Si esta reside, como se ha tenido ocasión de reiterar hasta la saciedad, en implantar “las condiciones necesarias para la creación de empleo”, no puede aceptarse en modo alguno que el legislador valore de la misma forma las medidas que incentivan la contratación, las que promueven la flexibilidad interna “como alternativa a la destrucción de empleo” y, en fin, las que facilitan el despido de los trabajadores mediante el expediente de relajar su causa y rebajar su coste.

La apelación que hace el legislador excepcional a la necesidad de ofrecer a los empresarios un “conocimiento integral del conjunto de la regulación laboral que afecta” a tales materias como causa justificativa de la inclusión de los temas relacionados con el despido en la norma de urgencia no se concilia en absoluto con la causa justificativa básica, mostrando de manera irrebatible que la invocación de la creación de empleo no pasa de ser una formula rituaria, vacía de todo contenido sustantivo.

Y es que, en última instancia, dicha causa no puede actuar de manera diferenciada y global en relación con el conjunto de las concretas medidas que se desarrollan a lo largo del articulado de la norma de urgencia. No es posible reconocer a la norma de urgencia una sincera voluntad de instituir condiciones laborales favorables para la creación de empleo cuando, de manera simultánea e indiscriminada y sin establecer criterio o pauta alguna de graduación en su uso por parte de los empresarios – que son prácticamente los sujetos activos de las nuevas reglas jurídicas que ordenan la suerte de los contratos de trabajo en nuestro mercado de trabajo -, intenta conjugar estos tres objetivos, en buena medida irreconciliables: incentivar la contratación precaria, estimular la flexibilidad interna, sometiendo la vida del contrato de trabajo a la voluntad unilateral de la parte que contrata a título de empresario, y facilitar y abaratar el despido hasta términos nunca conocidos en nuestro sistema jurídico. Lejos de preparar las condiciones necesarias para el retorno a la senda de la creación de empleo, el real decreto-ley va a producir, al menos a corto y medio plazo, hasta que no se altere el ciclo económico, un efecto sustitución entre empleos, en el mejor de los casos, y una reducción de empleo, en el más negativo de los supuestos.

C. Algunos casos de inidoneidad material extrema

    13. La norma de urgencia incorpora a su articulado distintas reglas que, al estar privadas de la nota de la inmediata normatividad, confirman nuevamente la incompatibilidad y contradicción entre la concepción del poder legislativo que maneja el Gobierno que ha aprobado el RD-Ley 3/2012 y la que fue implantada por el poder constituyente y quedó reflejada en el art. 86.1 CE. Tal acontece, por ilustrar la idea con algunos ejemplos, con las previsiones establecidas en las disposiciones adicionales cuarta y novena, en la transitoria cuarta o en las finales segunda y tercera. En todos estos casos, y en otros que aun podrían citarse, el problema que se plantea no es el ya el de elucidar en términos genéricos, aplicables al conjunto de las regulaciones contenidas en la legislación de urgencia, la concurrencia o no de la necesaria conexión entre la situación definida con la medida adoptada. Y no es posible encarar con criterios de normalidad ese juicio constitucional por cuanto, de una manera más ruda y grosera, el tratamiento normativo llevado a cabo en estas materias por el propio RD-L 3/2012 ya excluye de raíz y sin posible discusión contraria la existencia de los rasgos definidores de la urgente y extraordinaria necesidad. De la nueva ordenación establecida en estos supuestos, no existe traza alguna de las notas de imprevisibilidad y perentoriedad; no hay ni extraordinaria necesidad ni urgente necesidad. La razón es sencilla: las nuevas reglas jurídicas introducidas por el real decreto-ley a examen carecen de inmediata normatividad o, si se prefiere enunciar la idea en otros términos, su vigencia se reenvía a fechas posteriores a la entrada en vigor de la disposición de urgencia; de ella muy distante. En consecuencia, el establecimiento de tales reglas conforme a los ritmos temporales del debate parlamentario de las leyes ordinaria no hubiera consentido el reproche de haber ocasionado perjuicio debido al retraso en su vigencia.

La ausencia de inmediatez normativa no es la única causa determinante de la privación a la medida adoptada de todo rastro de urgente y extraordinaria necesidad. En este capítulo, expresivo de la más absoluta falta de esmero por el legislador excepcional no ya en respetar materialmente sino, ni tan siquiera, en aparentar formalmente la sumisión a las exigencias constitucionales, también entran aquellas otras regulaciones cuya tramitación parlamentaria hubiera generado efectos nimios, alejados de esos graves perjuicios imputables teóricamente a la dilación en la introducción de la medida.
Tres son, en concreto, las nuevas regulaciones constitutivas de estos ejemplos de extremada falta de idoneidad material: la reducción de la indemnización por despido improcedente, la limitación temporal de la ultraactividad de los convenios colectivos y la imposición a la negociación colectiva de un mandato de adaptación a la revisión del sistema de encuadramiento profesional.

a) El art. 18.7 del RD-Ley 3/2012 ha procedido a modificar el art. 56.1 del Estatuto de los Trabajadores (ET), que es el precepto legal que fija la cuantía de la indemnización que el empresario debe abonar al trabajador cuyo despido haya sido judicialmente declarado como improcedente; es decir, injustificado o, por utilizar la terminología del Convenio 158 de la OIT, “sin justa causa”. Con anterioridad al dictado de la norma de urgencia, dicha cuantía estaba determinada en cuarenta y cinco días de salario por año de servicio, con un máximo de cuarenta y dos mensualidades. La nueva ordenación ha reducido drásticamente esta cuantía, que queda cifrada ahora en treinta y tres días, con un máximo de veinticuatro mensualidades.

La implantación de esta medida de abaratamiento del despido improcedente no cumple en modo alguna los requisitos establecidos en el art. 86.1 CE, encontrándose absolutamente huérfana de los rasgos de la urgente y extraordinaria necesidad. Desde luego, la reducción de la indemnización del despido improcedente carece de toda conexión, próxima o distante, con la implantación de las condiciones necesarias para crear empleo. O, en otras palabras, la elevada tasa de paro no justifica el que se haya revisado el régimen jurídico aplicable a una conducta empresarial que la propia legislación no duda en calificar como injustificada. El presupuesto del despido improcedente no es así, como podría apreciarse en otras medidas introducidas, un acto empresarial de gestión de la empresa jurídicamente regular de los trabajadores a su servicio; es, antes al contrario, un acto ilegítimo al que, precisamente por ello, el ordenamiento sanciona.

Pero es que, además de no poder predicarse el rasgo de la extraordinaria necesidad, la medida legislativa a examen no puede tampoco y en modo alguno contar con el atributo de perentoriedad. Aun aceptando que esa medida pretende disminuir el gasto de las empresas – eso sí, a costa de la ilegalidad del acto causante – y atribuyendo a ese ahorro de gasto – lo que significaría mucha atribución – un fin razonable, dado el contexto económico actual; aun dando por bueno todo ello, los efectos derivados de la nueva ordenación no pueden en modo alguno calificarse como perentorios, urgentes e inaplazables. En los escasos meses que podría haber durado la tramitación de la correspondiente ley, la “merma patrimonial” experimentada por el empresario al despedir sin concurrencia de justa causa resultaría nimia; hubiera representado un incremento en la indemnización equivalente a un día suplementario de salario por cada mes de duración de la tramitación de la ley.

b) De conformidad con la nueva redacción del art. 86.3 ET, modificada por el art. 14.6 del RD-Ley 3/2012, la situación de prórroga provisional de los convenios denunciados y vencidos (la denominada ultraactividad) ha dejado de tener una duración indefinida, pasando a estar sujeta a un concreto límite temporal: dos años. Transcurrido este plazo, los convenios colectivos en situación de ultraactividad, de no haber sido renovados, pierden vigencia, pasando las relaciones laborales por ellos hasta entonces disciplinadas a someterse, si lo hubiere, al ámbito de aplicación del convenio colectivo de nivel superior; y, de no haberlo, a las condiciones de derecho necesario o condiciones mínimas establecidas por las leyes.

No es ésta, sin embargo, una regla inmediatamente aplicable, pues la disposición transitoria cuarta prevé, para los convenios que a la entrada en vigor de la norma de urgencia ya hubieren sido denunciados y vencidos, que el plazo de dos años se compute desde dicha entrada en vigor. En consecuencia, la limitación temporal de la ultraactividad no emperezará a operar, en ningún caso, antes del 12 de febrero de 2014.

Esta regla de intertemporalidad tiene el efecto de privar a la medida normativa implantada de todo rastro, incluso aparente, de conformidad constitucionalidad. De la limitación de la ultraactividad no cabe predicar, sin sombra alguna de incertidumbre, la nota de perentoriedad o urgencia, sin que a la dilación debida a su incorporación en el articulado de una ley ordinaria pueda imputársele perjuicio alguno. El resultado de esa dilación se habría consumado en un insignificante retraso en la entrada en vigor de la medida en unos pocos meses: hacia mediados del año 2014 en lugar de, como de deduce de la previsión transitoria establecida por la propia norma en contestación, el 12 de febrero de ese mismo año.

c) En su nueva redacción, introducida por el art. 8 del RD-Ley 3/2012, el art. 22.1 ET establece que el sistema de clasificación profesional, cuya regulación corresponde a la negociación colectiva o, en su defecto, al acuerdo de empresa, estará basado en el grupo profesional, habiéndose suprimido pues la categoría profesional como módulo de encuadramiento profesional.

En relación con el convenio colectivo, único destinatario de la nueva regla jurídica, la norma de urgencia opera en un doble frente. Por lo pronto y respecto de los convenios colectivos que se encuentren en proceso de negociación en el momento de su entrada en vigor, el nuevo art. 22.1 les impone un mandato que, sin embargo, se encuentra privado de normatividad inmediata, ya que la estructura jurídica de ese pasaje legal responde a la naturaleza de la norma básica; esto es, de la norma necesitada, para su efectiva aplicación, del complemento indispensable de un convenio o de un acuerdo colectivo. Los negociadores in actu de un convenio colectivo que hubiera seguido utilizando la categoría profesional como criterio de clasificación profesional, tras la entrada en vigor de la nueva regulación, procederán, según el calendario por ellos fijado, a discutir y pactar el sistema de clasificación profesional por grupos profesionales.

Y respecto de los convenios en vigor, la disposición adicional novena de la norma de urgencia les concede el plazo de un año a partir de la entrada en vigor de la norma de urgencia para, si fuera necesario, adaptar el sistema pactado de clasificación profesional a la nueva regulación legal.

En un contexto normativo como el descrito, la nueva regulación a examen vuelve a hacer gala de la ausencia del presupuesto habilitante para el ejercicio por el Gobierno de este poder legislativo excepcional. La medida legislativa carece, en suma, de toda conexión con la situación definida como causa de extraordinaria y urgente necesidad.

III. La afectación por el Real Decreto-Ley 3/2012 de derechos, deberes y libertades de los ciudadanos
1. La doctrina constitucional

    14. El ejercicio por parte del Gobierno de ese poder legislativo excepcional que la Constitución le confiere no sólo requiere la concurrencia de un específico presupuesto habilitante, consistente en una situación de “extraordinaria y urgente necesidad”. Al margen de esta primera exigencia formal, el art. 86.1 CE añade una segunda de carácter sustantivo al impedir al decreto-ley, incluso en estados de imprevisibilidad y perentoriedad, “afectar” a ciertas materias, entre ellas y en lo que aquí interesa destacar, “a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”.

El enunciado del límite material por parte del art. 86.1 no se presta a una inteligencia unívoca en ninguno de sus dos elementos normativos. Ni resulta fácil discernir el alcance de la acción vedada (la prohibición de afectación) ni tampoco es sencillo delimitar las materias cerradas a la intervención legislativa del Gobierno. En este contexto, no es de extrañar las posiciones encontradas de los primeros comentaristas de la disciplina constitucional del decreto-ley. Así y mientras un sector de la doctrina sostuvo que la expresión “afectar” debía incluir tanto las regulaciones directas como las indirectas o incidentales de los derechos y libertades de los Capítulos 1º y 2º del Título I (SALAS), otros autores excluyeron con contundencia todas aquellas lecturas que, por excesivamente rigurosas, pudieran convertir al decreto-ley en “un simple adorno, especialmente si se tiene presente la vis expansiva que, por su propia naturaleza, corresponde a los derechos y libertades y su presencia virtualmente general en toda verdadera normativa ad extra, afectante a los ciudadanos”, defendiendo, por otra parte, una equiparación entre los límites materiales aplicables a esta norma con rango de ley y los que rigen en relación con las materias reservadas a ley orgánica y sosteniendo, por consiguiente, una coincidencia entre los listados de materias establecidos por los arts. 81 y 86.1, ambos CE (GARCÍA DE ENTERRÍA/ FERNÁNDEZ).

La jurisprudencia constitucional hubo de encarar prontamente ambos debates (el de la acción vedada y el de las materias incluidas en la prohibición de afectación), procediendo a fijar, en definitiva, las fronteras exteriores de la legislación de urgencia. En tal sentido, la sentencia 111/1983, de 2 de diciembre, excluirá una inteligencia reductora del ámbito de limitación del art. 86.1 CE, “de modo que se hagan coincidir las menciones referentes a los derechos y libertades con la materia reservada a ley orgánica”, tal y como la misma se define en el art. 81 del propio texto constitucional. Para este pronunciamiento, esta tesis, pese a que “implica un esfuerzo hermenéutico que no deja de contar con algunos apoyos”, no es compatible ni con la interpretación literal del precepto ni con el análisis comparativo con los otros preceptos a contraste. Para la jurisprudencia constitucional, la expresión “derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I” comprende, así pues, no sólo las libertades y derechos fundamentales (cap. I); igualmente integra los derechos y deberes cívicos (cap. II) y los derechos y deberes sociales (cap. III).

Pero la sentencia 111/1983 no se limitará a demarcar el ámbito de una de las concretas materias que, de conformidad con lo dispuesto en el art. 86.1 CE, no puede ser objeto de afectación; también entrará en el debate relativo a la delimitación de la prohibición de afectación, descartando de manera rotunda “la tesis partidaria de una expansión de la limitación contenida” en aquél precepto, por considerar que la misma se sustenta en una idea que “hace inservible (el decreto-ley) para regular con mayor o menor incidencia cualquier aspecto concerniente a las materias incluidas en el Título I” de la Constitución (FJ. 8º).
Alejándose de la voluntad del constituyente, cuya intención política podría haber sido muy probablemente, tal y como sugiere la lectura de los trabajos preparatorios, la reducción al máximo del ámbito de aplicación de la legislación de urgencia, el TC desecha de manera igualmente tajante las interpretaciones restrictivas, razonablemente amparadas en el sentido gramatical del verbo afectar (“menoscabar, perjudicar o influir desfavorablemente”) y coincidentes, de otro lado, con los usos lingüísticos de esta expresión en el ordenamiento privado (imposición de un gravamen u obligación). Y en su lugar, opta por una interpretación más vinculada a cánones hermenéuticos de índole contextual y finalista que a los de carácter literal y sistemático; por una interpretación que, en el fondo, atiende al sistema de poderes y contrapoderes constitucionalmente instituidos y a la conveniencia de no impedir al Ejecutivo el uso de un instrumento que puede resultar útil y necesario para la gobernación del país en situaciones de relativa imprevisibilidad. La prohibición de afectación del decreto-ley sobre las materias mencionadas en el art. 86.1 CE no define, así pues, un campo vedado a la actividad legislativa del Gobierno, una zona excluida de la acción normadora del Ejecutivo; no equivale, en suma, a una prohibición de regulación, sea cual fuere su signo: favorable o desfavorable. La función de la citada prohibición es bien otra, actuando como límite interno tanto de la estructura de la norma como del contenido normado por la disposición legislativa de urgencia.

Esta tesis habría de ser fijada por la ya citada sentencia 111/1983 y reiterada con posterioridad en distintas ocasiones (entre otras, sentencias 60/1986, de 20-5; 3/1988, de 21-1 y 182/1997, de 28-10). De conformidad con esta interpretación, hoy ya consolidada, la “cláusula restrictiva” del art. 86.1 CE (“no podrán afectar <...>”) impone al decreto-ley un doble y combinado límite. El primero alude a la extensión de la materia regulada o, en otras palabras, a la naturaleza de la disposición de urgencia: se permiten las ordenaciones singulares, quedando proscritas las ordenaciones generales. El segundo límite atiende al contenido de la materia objeto de normación, consintiéndose las regulaciones sobre los elementos accidentales o secundarios de los mencionados derechos, deberes y libertades y vedándose aquellas otras que alteren sus elementos estructurales o sustanciales. En el diseño elaborado por la jurisprudencia constitucional, ambos límites, aun cuando están dotados de autonomía y sustantividad propias, se superponen, actuando con carácter acumulativo O por decirlo en los propios términos de la jurisprudencia constitucional, la interdicción de la ordenación por real decreto-ley de los derechos, deberes y libertades “no puede dar pie a entender que el art. 86.1 CE sí permite regular los elementos esenciales de los mismos siempre que ello no comprenda una regulación del régimen general” (sentencia 182/1997, citada, FJ. 6º). No basta, por consiguiente, que la regulación instituida por la norma de urgencia sea singular; es preciso, adicionalmente, que la singularidad no modifique los elementos esenciales del derecho, deber o libertad afectado por la legislación de urgencia dictada por el Gobierno.

2. Los concretos derechos, deberes y libertades afectados

A. Consideraciones generales
  
    15. Las anteriores consideraciones no han tenido otra finalidad que la de sentar las bases jurídicas imprescindibles para afrontar la tarea de contraste del RD-Ley 3/2012 a los mandatos contenidos en el art. 86.1 CE; esto es, para discernir si esa norma de urgencia ha afectado o no a algún derecho, deber o libertad de naturaleza laboral o, más en general, social, enunciado en el Título I del texto constitucional; y, en caso afirmativo, elucidar si la afectación efectuada es o no conforme con la jurisprudencia constitucional.

Lo primero que conviene señalar, para una mejor inteligencia de cuanto habrá de razonarse más adelante, es que el real decreto-ley a examen es una norma transversal, cuyos contenidos transcienden con mucho el que se ha incorporado a su rúbrica de identificación. Dotada de la estructura formal propia de las denominadas “leyes omnibus”, esta disposición ha venido a revisar, con mayor o menor intensidad pero en todo caso de manera expresa, cuatro grandes cuerpos normativos, sustantivos y adjetivos, que disciplinan el derecho del trabajo y de la seguridad social: ley del Estatuto de los Trabajadores (ET), ley reguladora de la Jurisdicción Social (LRJS), ley General de Seguridad Social (LGSS) y ley de Empleo (LE).

El anterior listado ofrece un inicial punto de partida para encarar el test de constitucionalidad anteriormente propuesto, ya que cada una de aquellas leyes desarrollan, en el plano de la legalidad ordinaria, algún derecho, deber o libertad establecido en el Título I de la CE. Los puntos de enlace entre la LRJS, la LGSS y la LE con el texto constitucional son fácilmente identificables. La ley rituaria laboral es la norma, dotada del rango suficiente, que articula el derecho a la tutela judicial efectiva para la defensa de los derechos e intereses legítimos sometidos al conocimiento y solución de los órganos que integran el orden jurisdiccional social (art. 24.1 CE). La LGSS, de su lado, concreta la garantía institucional regulada en el art. 41 de nuestro Código Político. La LE, en fin, engarza con el art. 40 CE, enunciando las orientaciones que han de seguir los poderes públicos tanto en sus políticas orientadas al pleno empleo (art. 40.1 CE) como en el fomento de la formación y readaptación profesional (art. 40.2 CE).

Mayores dudas puede suscitar la búsqueda del adecuado enlace entre el ET y la CE, dudas derivados no de la ausencia de conexión sino de la pluralidad de los puntos de engarce. Desde una óptica formal, el ET desarrolla el mandato establecido en el art. 35.2 ET; desde una perspectiva sustancial o material, las implicaciones constitucionales de esta misma norma son, sin embargo, muy variadas, abriendo un diálogo con numerosos derechos, deberes y libertades fundamentales (principio de igualdad, prohibición de no discriminación y derecho a la intimidad, por ejemplo), cívicos (derecho a la promoción de conflictos colectivos, entre otros) y sociales (garantía del descanso necesario y de las vacaciones periódicas retribuidas, a título enunciativo). Ninguno de los derechos expresamente invocados ha sido afectado por el Real Decreto-Ley 3/2012, entendida la expresión en su sentido más amplio, como equivalente a mera regulación. Esta legislación de urgencia, sin embargo, sí ha afectado a un núcleo de derechos, deberes y libertades constitucionales típicamente laborales; en concreto ha afectado a algunos de los establecidos en el art. 35.1 CE así como al derecho a la negociación colectiva, consagrado en el art. 37.1 del texto constitucional.

El capítulo de derechos, deberes y libertades inicialmente afectados por el Real Decreto-Ley 3/2012 está formado, así y en resumen, por el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), el derecho al trabajo (art. 35.1) y el derecho a la negociación colectiva (art. 37.1 CE). Definido en estos términos el ámbito material de incidencia de aquella disposición, nuestro propósito va dirigido, como ya fue indicado, a dilucidar si la afectación llevada a cabo en aquellos derechos ha sido o no respetuosa con la exigencia constitucional instituida en el art. 86.1 CE. Por lo demás, el método de análisis adoptado en este juicio formal de constitucionalidad va a atenerse a la naturaleza del derecho afectado, en función de las opciones derivadas de la ubicación sistemática de cada uno de ellos en el articulado de la Constitución. Y no resultará impertinente anticipar ya las plurales desviaciones en que ha incurrido la norma de urgencia en el cumplimiento de este segundo requisito ex art. 86.1 CE.

A. La afectación del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE): la reforma sustancial del régimen jurídico de los salarios de tramitación

    16. Como ya se ha hecho notar, el contenido material del RD-Ley 3/2012 tiene un carácter transversal, regulando una pluralidad de instituciones laborales y sociales cuya conexión con la situación definida como de urgente y extraordinaria necesidad es muy discutible. La supresión de los salarios de tramitación en los despidos improcedentes (así como, probablemente, en las otras causas de extinción del contrato cuyos efectos se regulan per relationem con los establecidos para el despido disciplinario), en aquellos supuestos en los que el empresario (o el trabajador, caso de ser representante) opta por la indemnización ilustra de manera ejemplar la anterior conclusión. Y por encima de ello, evidencia una utilización oportunista y desviada de la figura del decreto-ley, enderezada al logro de unos objetivos que en modo alguno pueden ampararse en una necesidad imprevisible o perentoria.

Pero no es cuestión ahora de retornar sobre el debate acerca de la concurrencia o no de título habilitante. Lo que interesa destacar es que la nueva redacción del art. 56.2 ET (y preceptos concordantes) ha llevado a cabo una reforma en profundidad del régimen de los salarios de tramitación, que ahora solo habrán de ser abonados en caso de que, tras la declaración judicial del despido como improcedente (o como nulo, bien que es éste un supuesto en el que ahora no es preciso reparar), el empresario o, excepcionalmente, el representante de los trabajadores hubiere optado por la readmisión, en lugar de por el abono de la indemnización a metálico. En relación con el régimen jurídico anterior, el cambio más significativo adoptado consiste en la eliminación de los salarios de tramitación en aquellos supuestos en los que, habiéndose judicialmente declarado el despido como improcedente, el empresario no hubiere reconocido la improcedencia del despido y depositado ante el juzgado de lo social pertinente la correspondiente indemnización. En otras palabras, la supresión por el RD-Ley 3/2012 de la figura del llamado “despido exprés” no ha comportado la vuelta a la regulación anterior a la entrada en vigor del RD-Ley 5/2002, sino la introducción de una nueva ordenación. Pero al margen de la suerte del despido exprés, interesa insistir en que la norma de urgencia ha introducido un nuevo régimen de los salarios de tramitación.

La institución de los salarios de tramitación ha desplegado tradicionalmente un valor estratégico. De ahí que la reforma de su régimen jurídico genera una constelación de consecuencias que se irradian en numerosas instituciones laborales. En tal sentido, dicha reforma incide sobre el coste del despido improcedente, abaratándolo o incrementándolo, sobre la conciliación, incentivando o desincentivando su utilización, sobre los efectos del despido mismo, favoreciendo la readmisión o la indemnización del trabajador, sobre la prestación por desempleo, acortando su duración y, eventualmente, reduciendo indirectamente su cuantía, e, incluso, aumentando el riesgo de fraude en la prestación por desempleo. No son éstas consecuencias de las que pueda predicarse una conexión constitucional. Y sin embargo, la supresión de los salarios de tramitación cuenta con un neto enlace constitucional, que una vez más dota de un consistente fundamento a la violación por el RD-L 3/2012 del mandato establecido en el art. 86.1 de la CE

La obligación por parte del empresario de abonar los salarios de tramitación en caso de despido improcedente cuenta con una larga tradición en nuestro ordenamiento, que arranca con el Real Decreto de 30 de julio de 1928. Una historia tan dilatada sugiere, sin duda, la presencia de importantes razones justificadoras, que han ido evolucionando en el decurso histórico. En todo caso y con independencia de su naturaleza jurídica (indemnizatoria o estrictamente salarial), los salarios de tramitación han venido cumpliendo una función de garantía del ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva por parte de los trabajadores.

Desde la perspectiva del art. 24.1 CE, los salarios de tramitación constituyen un importante instrumento al servicio de la consecución de una igualdad procesal real y efectiva entre las partes del contrato. Como dijera el TC, en su conocida y por tantas razones estimable sentencia 3/1983, de 25 de enero, la desigualdad del trabajador en el contrato de trabajo no sólo se corrige a través de normas sustantivas; también se logra esta finalidad a través de “normas procesales cuyo contenido expresa diferencias jurídicas que impiden o reducen la desigualdad material”, facilitando una posición de equilibrio en el proceso laboral (FJ. 3º).
Este objetivo, el de la consecución de una mayor igualdad procesal entre el trabajador y el empresario, es el que, desde la óptica constitucional, satisface el salario de tramitación, pues la garantía de su percepción permite al trabajador acceder a la jurisdicción y obtener una primera resolución judicial fundada en derecho, que es la primera y básica manifestación del derecho a la tutela judicial efectiva, con el sostén económico suficiente. Los salarios de tramitación ofrecen al trabajador injustamente despedido el respaldo económico necesario para poder afrontar el proceso en una posición más equilibrada y, por este lado, ejercer una mejor defensa de sus derechos e intereses legítimos.

La reforma de los salarios de tramitación llevada ahora a cabo por el RD-Ley 3/2012 trunca esta igualdad procesal, menoscabando de manera sustancial su posición jurídica. O en otras palabras, esta norma de urgencia ha afectado un elemento esencial y estructural del derecho a la tutela judicial efectiva, tal y como, por otra parte, ha sido reconocido por la jurisprudencia constitucional al hacer notar que dicha figura tiene por objeto “proteger al trabajador en su cualidad de parte más débil, agravada por la falta de empleo y salario, que lo hace más vulnerable a actuaciones abusivas o de mala fe que pudieran venir de la parte procesal contraria” (sentencia TC 234/1992, de 14-2, FJ. 2º; también y entre otras, sentencias TC 104/1994, de 11-4; 191/2000, de 13-6 y 266/2000, de 13-11). Aun cuando la tesis haya sido dictada en relación con los salarios de tramitación percibidos durante la tramitación del recurso, la misma también resulta de plena aplicación, por concurrir un principio de identidad de razón, a los salarios de tramitación del proceso de instancia.

Por lo demás, la eventual percepción por parte del trabajador despedido de las prestaciones por desempleo desde el momento de la adopción por parte del empresario de la decisión extintiva es un dato normativo de todo punto irrelevante desde la perspectiva del art. 86.1 CE. Este pasaje constitucional veda al decreto-ley afectar un derecho constitucional; esto es y en el caso a examen, establecer regulaciones que alteren elementos esenciales del derecho a la tutela judicial, al margen y con independencia de cuál sea el efecto, favorable, desfavorable o neutro, de esa afectación. Efecto, por cierto, que adicionalmente no puede en modo alguno calificarse como neutro sino, muy antes al contrario, como manifiestamente desfavorable; al menos, por las tres siguientes razones. De un lado, por cuanto la cuantía de las prestaciones por desempleo será siempre inferior a la de los salarios de tramitación. De otro, por cuanto, para un colectivo muy numeroso y vulnerable de trabajadores, la supresión de los salarios de tramitación no se verá compensada con el percibo de la prestación por desempleo, por carecer de los requisitos necesarios para acceder a ella. Por último, por cuanto el nuevo régimen de los salarios de tramitación incentiva resueltamente la opción del empresario a favor de la no readmisión del trabajador, contrariando así de manera tan frontal como grosera la confesada voluntad del legislador excepcional de moderar las decisiones empresariales dirigidas a destruir empleos.

B. La afectación del derecho al trabajo (art. 35.1 CE): la reforma general y sustancial de la extinción de los contratos de trabajo por voluntad unilateral del empresario

    17. De entre todos los derechos laborales de raíz constitucional, el derecho al trabajo es, sin duda, el que tiene un objeto más difuso, rasgo éste directamente derivado de la “difusividad conceptual” del propio derecho (MARTÍN VALVERDE), sometido históricamente y de presente a intensos procesos de contracción o expansión jurídico-positiva. Sin entrar en tan grueso debate y limitando la atención a lo que aquí interesa, resulta obligado recordar que la sentencia del TC 22/1981, de 2 de julio, abordó tan relevante derecho, señalando que, además de la libertad de trabajar, el contenido del derecho al trabajo se desdobla en dos vertientes, individual y colectiva, consagradas respectivamente en los arts. 35.1 y 40.1 CE. La primera faceta se concreta en el igual derecho de todos los que acrediten la capacidad exigida a un determinado puesto de trabajo así como en el derecho a la continuidad y estabilidad en el empleo, es decir, a no ser despedido sin la concurrencia de una justa causa. En su dimensión colectiva, el derecho al trabajo implica un mandato a los poderes públicos con vistas a realizar una política de pleno empleo (FJ. 8º).

Enjuiciado a la luz de esta doctrina constitucional, el enlace entre la vertiente individual del derecho al trabajo y la nueva regulación de la causa extintiva del contrato de trabajo consistente en la voluntad unilateral del empresario, llevada a cabo por el Real Decreto-Ley 3/2012, es de indiscutible evidencia, existiendo una conexión directa entre aquella regulación y el contenido de aquél derecho constitucional.

Pero al margen de esta conexión, lo que importa destacar es que la norma de urgencia ha sobrepasado de manera frontal los límites que, conforme a la jurisprudencia constitucional, definen el ámbito de afectación, por parte de la legislación de urgencia, de los derechos, deberes y libertades constitucionales reconocidos en el Título I CE. Conforme hubo ocasión de razonar con anterioridad, la doctrina constitucional admite la posibilidad de que un real decreto-ley regule un derecho, deber o libertad constitucional, siempre y cuando esa ordenación sea singular, en lugar de general, y no afecte a elementos esenciales y estructurales del derecho, deber o libertad objeto de tratamiento.

El RD-Ley 3/2012 ha llevado a cabo una reforma de la figura del despido que, de un lado, ha de estimarse general, en lugar de singular, y, de otro, incide en aspectos sustanciales y estructurales de la misma. La reforma es, por lo pronto, de carácter general, habiendo venido a revisar en profundidad el régimen jurídico de las cuatro modalidades o tipos de causa extintiva por voluntad unilateral del empresario mencionados en el art. 49.1 ET: el despido por fuerza mayor (art. 49.1.h), el despido colectivo (art. 49.1. i), el despido disciplinario (art. 49.1.k) y, en fin, la extinción por causas objetivas (art. 49.1.l). Por expresar la idea con las palabras del propio legislador excepcional, la revisión del despido ha sido “completa”.

Pero además de general, la nueva ordenación ha invadido elementos esenciales y estructurales de las causas de despido. En tal sentido y en primer lugar, la disposición a examen ha redefinido las causas de los siguientes despidos: 1) el objetivo por falta de adaptación del trabajador a las modificaciones técnicas operadas en el trabajo (art. 52.b ET), por causas económicas (art. 52.c ET, modificación ésta operada por la remisión de este precepto al art. 51 ET) y por faltas de asistencia al trabajo (art. 52.d) y 2) el despido colectivo (art. 51.1). En segundo lugar, la citada norma de urgencia ha revisado a fondo, de manera completa y total, el procedimiento de los despidos por fuerza mayor (art. 51.7 ET) y de los despidos colectivos (art. 51 ET), suprimiendo en este último caso la autorización administrativa. En tercer lugar, el RD-Ley 3/2012 ha modificado en profundidad las consecuencias del despido improcedente, en su doble modalidad de objetivo y disciplinario, rebajando sustancialmente la cuantía de la indemnización que, de 45 días de salario por año de servicio con un máximo de 42 mensualidades, pasa ahora a 33 días de salario por año de servicio con un máximo de 24 mensualidades. Y en cuarto lugar, la mencionada norma con rango de ley ha alterado el sistema de impugnación judicial de la decisión empresarial de despido, renovando también a fondo el régimen jurídico de sus modalidades procesales (demanda, conciliación, juicio y régimen probatorio).
En suma, el RD-Ley 3/2012 ha modificado, en violación de los límites constitucionales formulados en el art. 86.1 CE, el entero régimen de despido, sea cual fuere la modalidad, afectando de manera clara a los tres elementos esenciales del mismo: a la causa, a las consecuencias y al control judicial.

C. La afectación del derecho de negociación colectiva (art. 37.1 CE): la reforma del sistema de negociación colectiva en aspectos estructurales y esenciales

    18. El art. 37.1 CE alude de manera expresa y directa a la negociación colectiva, disponiendo que “la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios colectivos”. Como ha sido señalado por un sector de la doctrina científica (VALDES DAL-RÉ), este pasaje instituye, a favor de la autonomía negocial, una doble garantía, entendida la expresión no sólo en un sentido material, relativo a la dualidad de materias garantizadas, sino, adicionalmente, en un sentido formal: la Constitución garantiza, al tiempo que mandata garantizar a la ley, tanto el derecho a la negociación colectiva como la fuerza vinculante de los convenios colectivos. En todo caso, la CE no contiene un modelo cerrado sobre ninguno de los elementos del derecho de negociación colectiva que se encarga de regular); admite plurales variantes, correspondiendo al legislador ordinario, en el ejercicio de sus funciones, elegir una de entre ellas.
.
El RD-Ley 3/2012 ha procedido a regular cuestiones relativas al derecho constitucionalmente reconocido de negociación colectiva, afectando a elementos estructurales de su régimen jurídico y vulnerando de este modo el mandato establecido en el art. 86.1 CE, que veda la afectación, a través de legislación de urgencia, de elementos básicos de los derechos constitucionales y, por consiguiente, del derecho ahora contemplado.

En tal sentido y por lo pronto, la norma de urgencia ha reordenado las reglas de solución de los conflictos de concurrencia entre convenios colectivos, concediendo una prioridad aplicativa a los convenios de empresa (nuevo art. 84.1 ET). En la medida en que esta prioridad aplicativa se declara como indisponible por los acuerdos interprofesionales o por los convenios o acuerdos colectivos sectoriales de ámbito estatal o autonómico, la decisión condiciona uno de los elementos más relevantes de todo sistema negocial, cual es el relativo a su estructura; esto es, a la determinación de los niveles donde se negocia, cuya general ordenación queda ahora clausurada a la autonomía negocial. En segundo lugar, el tan mencionado real decreto-ley ha modificado el régimen jurídico hasta vigente desde 1980 sobre los efectos de los convenios colectivos denunciados y vencidos, limitando a dos años la prórroga provisional del contenido normativo de tales convenios (art. 86.3 ET). El carácter esencial de la ordenación jurídica de la ultraactividad es indiscutible, pues actúa sobre la eficacia temporal del convenio colectivo. En tercer lugar, en fin, la disposición legal de carácter excepcional establece una fórmula de arbitraje obligatorio en caso de que, adoptada por el empresario la iniciativa de inaplicar el convenio colectivo que resulte aplicable, no se alcance acuerdo de modificación (art. 82.3 ET). Al margen de la vulneración frontal de esta previsión del derecho a la negociación colectiva y manteniendo el razonamiento en un nivel formal, que es el que ahora aquí interesa, la implantación de este arbitraje obligatorio afecta de lleno y sin rodeos a uno de los elementos más sustantivos de cualquier normación del derecho de negociación colectiva, cual es la libertad de no cerrar el proceso negocial, manteniendo así, en régimen abierto o latente, una situación de desacuerdo.

MOTIVO SEGUNDO DE INCONSTITUCIONALIDAD: LA VULNERACIÓN DEL DERECHO AL TRABAJO, EN SU VERTIENTE INDIVIDUAL, RECONOCIDO EN EL ARTÍCULO 35.1 DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA (establecimiento de un período de prueba de duración de un año, “en todo caso”, en el nuevo contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores)

1. Al estilo de lo acontecido en la inmensa mayoría de los ordenamientos de nuestra vecindad jurídica, también en el ordenamiento español la historia del despido es la historia de la limitación legal del poder de extinguir ad nutum o sin justa causa el contrato de trabajo por parte del empresario, dejando, en cambio, incólume dicha facultad de extinción libre para el trabajador. Tal limitación, enunciada la idea en otras palabras, ha consistido en exigir una forma (no “cualquier” forma) y una causa (no “cualquier” causa, sino una justa causa) para despedir válidamente al trabajador, ya se articule dicha extinción unilateral a través del desistimiento ad causam (despido formal y causal) ya sea, las menos veces, a través de la resolución judicial, que tiene siempre una naturaleza causal.

La regulación de la exigencia de forma y de justa causa para despedir supone un hito jurídico extraordinario de muy distinto alcance o trascendencia para el empresario y para el trabajador. Para el empresario supone tener que explicar los “motivos” de su decisión, la causa “real y seria”, que exige la legislación francesa, o el “justificado motivo” de la italiana, o acreditar que el despido no resulta “socialmente injustificado” de la norma alemana. Para el trabajador, al contrario, la exigencia de causalidad en la extinción le confiere un nuevo derecho: el derecho a poder reclamar contra el despido si considera que éste no es legítimo, procedente o justo. Por lo demás, el reconocimiento del principio de causalidad tendrá una consecuencia adicional de notable relevancia: posibilitar el que los órganos judiciales controlen la decisión empresarial; esto es, emitan un pronunciamiento sobre el cumplimiento real y efectivo de las exigencias formales y causales, pudiendo, en razón de ello, remover los efectos del despido ilegitimo, restableciendo el contrato plenamente (tutela real del puesto de trabajo) u ordenando el pago de una indemnización adecuada, en cuyo caso se entiende producida la extinción del contrato no en el momento del despido, sino en el de la declaración judicial sobre el despido (tutela obligatoria del puesto de trabajo).

Este proceso de juridificación del despido, de la limitación por la ley de la voluntad extintiva unilateral del empresario, se produce de forma simultánea a la construcción del Derecho del Trabajo como disciplina diferenciada del derecho común, con sus propias reglas y principios, también y sobre todo en materia extintiva. Las reglas que disciplinan la extinción del contrato de trabajo, especialmente la extinción unilateral por voluntad unilateral del empresario, son el ejemplo paradigmático de cómo, ante la asimetría que caracteriza a la relación del trabajo, ante la desigualdad jurídica, social y económica existente entre el empresario, titular de la organización productiva y, por ende, del poder de dirección y disciplinario, y el trabajador que firma un contrato de trabajo poniendo a su disposición su fuerza de trabajo a cambio de un salario que le permita subsistir a él y a su familia, el ordenamiento laboral ejerce su función tuitiva y compensadora a fin de reequilibrar tal desigual posición de las partes, haciéndolo a favor del trabajador, parte débil de esa relación. Ahí reside la razón de ese tratamiento desigual en materia extintiva, en el que, mientras al empresario se le reconoce un poder de despido pero subordinando su ejercicio a la observancia de una forma determinada y a la alegación y prueba de unas justas causas, al trabajador, de un lado, se le hace acreedor de un derecho a la protección contra el despido injusto, procurando la conservación o continuidad de su contrato, salvo justa causa, y, de otro, se le mantiene la facultad de extinguir el contrato, sin otro requisito que el cumplimiento de un plazo de preaviso (dimisión o desistimiento ad nutum).

2. La historia del Derecho del Trabajo, tras la promulgación de los textos constitucionales en los que los Estados, como hace el español, se constituyen en Estado social y democrático de Derecho (art.1.1 en relación con el art. 9.2, ambos CE), es la historia del desarrollo, paulatino y nada fácil, del derecho social por excelencia: el derecho fundamental al trabajo, que nuestra Constitución sitúa en el capítulo II del Título I (art. 35.1 CE). De acuerdo con una interpretación sistemática del conjunto de derechos laborales, individuales y colectivos, reconocidos a lo largo del articulado de nuestra Carta Magna y origen del proceso de constitucionalización del Derecho del Trabajo, la lacónica expresión “derecho al trabajo” del art. 35.1 CE obliga a los poderes públicos y, en especial, al legislador al desarrollo de normas que posibiliten, no cualquier trabajo, sino, por expresarlo en los términos postulados por la Organización Internacional de Trabajo (OIT), un trabajo “decente” o digno; esto es, un trabajo productivo realizado en condiciones de libertad, equidad, seguridad y dignidad, en el cual los derechos del trabajador sean protegidos y cuenten con una adecuada protección social. Por ello el Derecho del Trabajo ha sido una pieza esencial en el proceso de construcción del Estado social, y sigue siendo un instrumento básico para garantizar que el Estado cumpla los fines que lo caracterizan como Estado Social y que se resumen en procurar una mayor igualdad social y, por tanto, en proteger a los sectores sociales menos favorecidos (art. 1.1, en relación con el art. 9.2, ambos del texto constitucional). Son muchas las sentencias en las que el TC se pronuncia sobre el carácter tuitivo y compensador del Derecho del Trabajo y su función, por ende, de tutela del trabajo, erigiéndose ese sector del ordenamiento, desde el propio texto constitucional, en un ordenamiento esencialmente juridificado, limitador de la autonomía de la voluntad de las partes contratantes, en especial, de la autonomía negocial del empresario y de su derecho fundamental a la libertad de empresa reconocido en el art. 38 CE (entre otras muchas, sentencias TC 11/1981, de 8-4; 26/1981, de 17-7); 3/1983, de 25-1; 142/1993, de 22-4 y 125/1995, de 24-7).

La ubicación sistemática del derecho fundamental al trabajo ex art. 35.1 CE, salvo el supuesto específico del derecho al trabajo contemplado en el art. 25.2 CE, no permite ni su exigibilidad directa ante los tribunales ni la posibilidad de acudir en amparo ante el TC, lo que, como acontece con el resto de derechos fundamentales de la sección 2ª del capítulo II, resta posibilidades a que el TC elabore una doctrina sobre el mismo. No obstante, el TC ha tenido oportunidad de emitir una serie de relevantes pronunciamientos sobre la conexión entre aquél derecho cívico y la extinción del contrato de trabajo y, en especial, el despido; todos ellos han entrado a tratar, precisamente, la configuración de este poder extintivo del empresario y, sobre todo, sus límites en atención al reconocimiento del derecho fundamental al trabajo y su posición central en el Estado social y democrático de Derecho.

En tal sentido, la sentencia TC 22/1981, de 2 de julio, con ocasión del conocimiento y resolución de una cuestión de inconstitucionalidad contra la entonces Disposición Adicional quinta del ET-1980 que establecía la jubilación forzosa a los 69 años, hubo de pronunciarse acerca de la vulneración de aquél pasaje estatutario de los arts. 14 y 35 CE. En relación con éste último, el TC dejó escrito que integran el “contenido” del apartado primero no sólo la libertad de trabajar, sino “también el derecho a un puesto de trabajo” que, en “su vertiente individual”, “se concreta en el igual derecho de todos a un determinado puesto de trabajo si se cumplen los requisitos necesarios de capacitación y en el derecho a la continuidad o estabilidad en el empleo, es decir, a no ser despedidos si no existe una justa causa” (FJ 8º).

En la sentencia 20/1994, de 27 de enero, el TC ahonda en el contenido del art. 35.1 CE, considerando que forma parte de los “aspectos básicos” de su “estructura”, “la reacción frente a la decisión unilateral del empresario”, la cual incluye, además de las garantías formales y causales del despido, el resarcimiento económico (indemnización). En efecto – sigue razonando el TC -, la inexistencia de una reacción adecuada contra el despido o cese debilitaría peligrosamente la consistencia del derecho al trabajo y vaciaría al Derecho que lo regula de su función tuitiva, dentro del ámbito de lo social como característica esencial del Estado de Derecho (art. 1 CE), cuya finalidad en este sector no es otra que compensar la desigualdad de las situaciones reales entre empresario y trabajador a la hora de establecer las condiciones o el contenido de esa relación mutua o sinalagmática, máxime si ello acontece a título individual y no colectivo (SSTC 123/1992, 98/1993 y 177/1993)” (FJ 2º).

De su lado, la sentencia TC 192/2003, de 27 de octubre, analiza si, los razonamientos utilizados por las resoluciones impugnadas para fundamentar la cláusula de la buena fe contractual en el caso del despido disciplinario, se adecuan a los valores y exigencias constitucionales, concluyendo que dicha adecuación “aparece reforzada por el hecho de que tanto exigencias constitucionales, como compromisos internacionales, hacen que rijan entre nosotros el principio general de la limitación legal del despido, así como su sujeción para su licitud a condiciones de fondo y de forma. Ello no quiere decir que, como poder empresarial, la facultad de despido no se enmarque dentro de los poderes que el ordenamiento concede al empresario para la gestión de su empresa y que, por ello, su regulación no haya de tener en cuenta también las exigencias derivadas del reconocimiento constitucional de la libertad de empresa y de la defensa de la productividad, pero lo que resulta claro es que no puede deducirse de esa libertad de empresa ni una absoluta libertad contractual, ni tampoco un principio de libertad ad nutum de despido, dada la necesaria concordancia debe establecerse entre los arts. 35.1 y el 38 CE y, sobre todo, el principio de Estado social y democrático de Derecho. No debe olvidarse que hemos venido señalando desde nuestra STC 22/1981, de 2 de julio (FJ 8), que en su vertiente individual, el derecho al trabajo (art. 35.1 CE) se concreta en el “derecho a la continuidad o estabilidad en el empleo, es decir, en el derecho a no ser despedido sin justa causa” (FJ 4º).
Al diseñar o reformar el régimen jurídico del despido, el legislador no puede desconocer el contenido del derecho fundamental al trabajo ex art. 35.1 CE, cuyo “contenido esencial” debe ser respetado en todo caso, tal y como obliga el art. 53.1 del propio texto constitucional. Como se desprende de forma meridiana de los pronunciamientos constitucionales invocados, el art. 35.1 CE impone una configuración formal y causal del despido, lo que incluye una “reacción” firme del ordenamiento contra el despido ilegítimo. Dicho de otro modo, no cabe la desregulación del despido en tales extremos, el establecimiento de “la libertad ad nutum de despido” a la que alude la ya citada sentencia TC 192/2003, pues se afectaría al contenido constitucional del derecho al trabajo.

3. Pero además de la doctrina constitucional, es obligado traer a colación y examinar los condicionamiento internacionales y comunitarios, a los que también alude la sentencia TC 192/2003 cuando menciona los “compromisos internacionales” a los que igualmente se halla vinculado el legislador en la medida en que, una vez cumplidos los requisitos constitucionalmente establecidos, se convierten en normas vinculantes para el legislador como acontece con las normas comunitarias (art. 93 CE) o forman parte del ordenamiento interno, como sucede con los tratados internacionales (art. 96.1 CE). En materia de derechos y libertades fundamentales, el art.10.2 CE exige, además, la interpretación de los reconocidos en nuestro texto constitucional conforme, se dice expresamente, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y a los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias.

Los compromisos internacionales y comunitarios que obligan a una configuración legal del despido formal y casual, y a interpretar las normas de la forma más favorable a dicha configuración en la medida en que forma parte del contenido del derecho fundamental al trabajo ex art. 35.1 CE, son los siguientes:

a) En el ámbito europeo, el reconocimiento expreso del derecho “de todo trabajador a una protección en caso de despido injustificado” se encuentra expresamente recogido en el art. 30 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea del año 2000 (Carta de Niza), incorporada al Tratado de la Unión por virtud de lo dispuesto en el art. 6 del Tratado de Lisboa de 2007. Esta incorporación ha tenido el efecto de reforzar notablemente el carácter causal del despido y la necesidad de adoptar sistemas de “reacción adecuados” contra los despidos o ceses empresariales, a fin de evitar el debilitamiento del derecho al trabajo y con él el “vaciamiento” del Derecho del Trabajo y su función tuitiva.

b) También en el ámbito comunitario, el diseño legal del despido resulta condicionado por la existencia de una serie de directivas que tratan algunos aspectos del despido, como su prohibición en determinados supuestos (señaladamente en la Directiva 2006/54/CE en materia de derechos de conciliación de la vida familiar y laboral), o de las reglas causales y procedimentales que deben seguirse en algún relevante tipo de despido (como lo hace la Directiva 98/59/CEE sobre despidos colectivos).

c) En el ámbito internacional, la Carta Social Europea de 1961, en su versión revisada de 1996, consagra expresamente “el derecho a la protección en caso de despido” (art. 24), derecho éste en el que se incluye el “no ser despedido sin causa justa relacionada con su capacidad o su conducta, o basado en la necesidad operativa de la empresa establecimiento o servicio”, así como el derecho de los trabajadores despedidos sin causa justa a una “indemnización adecuada o a otra reparación apropiada”. A fin de asegurar la efectiva puesta en funcionamiento de este conjunto de derechos, las partes se comprometen a garantizar que todo trabajador que haya sido objeto de un despido sin “causa justa pueda recurrir esta medida ante un órgano imparcial”.

d) Por último y también en el ámbito internacional, no puede dejar de citarse el Convenio de la OIT núm. 158 de 1982 sobre terminación de la relación de trabajo por iniciativa del empleador, al que se une la Recomendación núm. 166 de igual fecha y título, habiendo venido a sustituir uno y otra a la Recomendación de 1963. De este muy relevante convenio, que fue ratificado por España el 16 de febrero de 1985 y, por tanto, integrado en nuestro ordenamiento interno (art. 96.1 CE), cabe destacar el enunciado de su art. 4 a tenor del cual:

“No se pondrá término a la relación de trabajo de un trabajador a menos que exista para ello una causa justificada relacionada con su capacidad o su conducta o basada en las necesidades de funcionamiento de la empresa, establecimiento o servicio”.

Junto a la caracterización causal del despido en los términos señalados, el Convenio 158 diseña un conjunto de normas sobre muy variados aspectos, entre otros: las formalidades que deben reunir los despidos, tanto los disciplinarios como los debidos al funcionamiento de la empresa, las reglas que garantizan el derecho de defensa del trabajador ante los despidos injustificados, las prohibiciones de despedir en determinados casos, las sanciones aplicables a los empresarios que incumplan las exigencias formales y causales, y en general, todo el régimen mínimo que garantiza una adecuada protección contra los despidos injustificado. Además de su ejecutividad, el mencionado convenio, en la medida en que regula el contenido del derecho al trabajo en lo atinente a la continuidad de la relación laboral, salvo justa causa, sirve sobremanera de pauta interpretativa en la elaboración constitucional y legal de dicho derecho fundamental.

En este orden de reflexiones, no estará de más hacer constar que la Sala Social de la Cour de Cassation francesa, en sentencia de 1 de julio de 2008, declaró contrario al art. 4º del Convenio 158 OIT el Decreto de 2 de agosto de 2005 que instauró un contrato denominado “de nuevos empleos”, aplicable a las empresas de menos de 20 trabajadores, configurado como un contrato de duración indefinida en el que, durante los dos primeros años, quedaba en suspenso la norma general del derecho francés que impone la causalidad del despido, pudiendo el empresario resolver el contrato sin justa causa (desistimiento ad nutum). La mencionada sentencia, tras analizar dicho régimen jurídico, consideró que un periodo tan excesivo no es “razonable” como exige el convenio de la OIT, y priva al trabajador de lo esencial de sus derechos en materia de despido, colocándolo en una situación comparable a la existente en un momento anterior a la Ley de 13 de julio de 1973 en la cual la carga de la prueba del abuso de la ruptura recaía en el trabajador, estimando que esta regresión es contraria a los principios fundamentales del derecho del trabajo, desarrollados por la jurisprudencia y reconocidos por la ley, priva a los trabajadores de las garantías de ejercicio de su derecho al trabajo; que en la lucha contra el paro, la protección de los trabajadores en el empleo parece ser un medio como mínimo tan pertinente como las facilidades dadas a los empresarios para despedirlos y que es como mínimo paradójico animar la contratación facilitando los despidos.

En suma, el proceso de juridificación del despido que se ha ido desarrollando desde los orígenes del contrato de trabajo, no solo se consolida tras la CE, sin posibilidad de volver a sus orígenes del desistimiento ad nutum o despido libre, sino que su regulación y, en su caso, sus reformas solo pueden ir dirigidas en una sola dirección: adecuar sus reglas y la interpretación de las mismas a las exigencias constitucionales, internaciones y comunitarias señaladas.

4. Cumpliendo con los compromisos internacionales y comunitarios, cuyas regulaciones poseen, en la mayoría de los supuestos, un carácter mínimo, y sin menoscabar el contenido constitucional del derecho al trabajo ex art. 35.1 CE en la interpretación elaborada por la jurisprudencia constitucional, el legislador nacional dispone de un amplio margen de actuación, susceptible de plasmar normativamente en muy diversas opciones de política de derecho. Por este lado, el principio de causalidad puede quedar atenuado o reforzado; e incluso puede ser suprimido. No obstante y en este último caso, al constituir una excepción a la regla general, la regulación debe cumplir con el principio de proporcionalidad y razonabilidad que exige toda medida limitadora del contenido de un derecho fundamental.

En tal sentido y sin entrar en un análisis particularizado de cada uno de los supuestos encuadrables en esas hipótesis, son claros ejemplos de un régimen causal de despido “atenuado” el que rige en algunas relaciones laborales especiales, como la de los altos cargos (art.11.1 del Real Decreto 1382/1985, de 1 de agosto) y la del servicio del hogar familiar (art.11.3 del Real Decreto 1620/2011, de 14 de noviembre). En ambas, se permite el desistimiento ad nutum del empresario, bien que condicionado al cumplimiento de ciertos requisitos formales y materiales, como la comunicación por escrito, la observancia de un periodo de preaviso y, en todo caso, el abono de una indemnización. Respecto del “peculiar” régimen extintivo aplicable a los altos cargos, el TC ha tenido ocasión de pronunciarse sobre si tal régimen resulta discriminatorio o no respecto del resto de los trabajadores, considerando razonable el tratamiento diferenciado y, tanto, descartando la violación del principio de no discriminación (sentencias TC 49/1983, de 1-6; 79/1983, de 5-10 y 1/1984, de 16-1).

Un ejemplo de tutela reforzada en el régimen causal del despido lo ofrece la regulación dispuesta en los arts. 53.4 y 55.5, párrafo segundo, ambos del ET, que excluyen la figura de la improcedencia como forma de sanción ante un despido injusto, optando por la tutela real del puesto de trabajo; es decir, negando la posibilidad de extinguir el contrato sin justa causa pero con indemnización (tutela obligatoria). Con esta ordenación, la legislación protege el derecho al trabajo de los trabajadores que se hallan en las circunstancias descritas en tales preceptos (embarazo, lactancia o ejercicio de los derechos de conciliación de la vida familiar y laboral); y la protección alcanza, a su vez, el grado máximo, el que brinda la tutela real, puesto que, salvo existencia y prueba de justa causa, no cabe despedir a este colectivo laboral a cambio del pago de una indemnización, que es lo que acontece cuando el despido es declarado improcedente y el empresario no opta por la readmisión.

La tutela real en los términos señalados es una más de las posibles opciones de política de derecho de que dispone el legislador, ya que la misma no forma parte del contenido esencial del derecho al trabajo, según ha señalado la jurisprudencia constitucional (sentencia TC 142/1985, de 23-10). Para ésta, el derecho al trabajo impone, de manera exclusiva, la tutela obligatoria o resarcitoria, siempre que cumpla su finalidad sancionadora respecto de la falta de forma o de justa causa, pues de lo contrario no se ajustaría al contenido constitucional del derecho al trabajo. Distinta de esta tutela real, opcional para el legislador, es la tutela real que sanciona los despidos discriminatorios o vulneradores de los derechos fundamentales comprendidos en la sección 1ª del capítulo II (arts. 14 a 30). En tales casos, el despido, como cualquier otra decisión empresarial que tenga un resultado atentatorio a un derecho fundamental, recibe el tratamiento específico de protección de los derechos fundamentales en los términos previstos en la legislación (arts. 53.4 y 55.5 ET y arts.108.2, 133 y 182.1.d) LRJS), que, acogiendo una doctrina elaborada por el TC desde sus primeros pronunciamientos (entre otras muchas, sentencias TC 38/1981, de 23-11; 66/1993, de 1-3; 99/1994, de 11-4; 191/1999, de 25-10; 101/2000, de 10-4 y 92/2008, de 21-7), declara la nulidad del despido y la readmisión del trabajador a su puesto de trabajo con el pago de los salarios de tramitación así como la eventual reclamación de una indemnización por daños morales.

Por último, nuestro ordenamiento contempla un supuesto que supone una excepción al régimen causal de extinción y, en cuanto tal, regulado de forma limitada, procurando que el sacrificio del derecho fundamental al trabajo frente a la libertad negocial o de empresa del empresario no resulte desproporcionado. Este es el caso de la institución del periodo de prueba. A este supuesto nos vamos a referir seguidamente con la debida atención, anticipando ya la vulneración del derecho al trabajo que lleva a cabo el RD-Ley 3/2012 a propósito de la ordenación que acomete de esta figura.

5. La institución del periodo de prueba adquiere sentido de manera exclusiva en un sistema de extinción regido por el principio de causalidad, vinculándose así a la exigencia causal para el válido ejercicio por el empresario de su facultad extintiva unilateral. Dicho de otro modo, precisamente porque el empresario, una vez superado el periodo de prueba, ya no dispone de libertad para despedir salvo que concurra justa causa, resulta razonable que el legislador articule un período de tiempo, en los momentos iniciales tras la celebración del contrato de trabajo, a fin de comprobar la aptitud profesional y la adaptación al puesto de trabajo del trabajador contratado. Tal es y no otra la función primera y esencial de la institución; habilitar al empresario, en el supuesto de que el trabajador no haya superado satisfactoriamente la prueba, a desistir del contrato sin necesidad de alegar justa causa, ni abonar resarcimiento económico alguno.

El período de prueba es, así pues, una institución pensada y diseñada sobre todo para que el empresario pueda realizar una óptima elección del trabajador en el ejercicio de su libertad de contratación, libertad ésta que forma parte del conjunto de facultades que engloba la libertad de empresa. Ahora bien, en la medida en que el periodo de prueba es una excepción a la aplicación del principio de causalidad (sentencia Tribunal Supremo (TS) de 20-7-2011 ), y éste forma parte del derecho fundamental al trabajo, su ordenación jurídica no admite “excesos” legislativos, no resultando admisibles aquellas regulaciones que no respondan a su función o que no respeten el principio de proporcionalidad entre el derecho que se pretende facilitar, la libertad de empresa en este caso (art. 38 CE), y el derecho que se sacrifica, el derecho al trabajo (art. 35.1 CE).
 

El art. 14 del ET, tanto en su versión originaria, la de 1980, como en la vigente, introducida por la Ley 11/1994, ha respondido y responde a estas exigencias. En esa dirección, el régimen jurídico del período de prueba exceptúa los “derechos de la resolución de la relación laboral” (el régimen causal de extinción) “que podrá producirse a instancia de cualquiera de las partes durante su transcurso” (art. 14.2 ET). No obstante ello, este mismo pasaje legal establece una duración máxima, vinculada a la formación del trabajador que suscribe un pacto de prueba, de seis meses para los técnicos titulados, y de dos meses para los demás trabajadores. Dicha duración, tras la reforma de 1994, resulta dispositiva para la negociación colectiva, a la que se le faculta el fijar duraciones distintas a las legalmente señaladas, en correspondencia -se presume- a las características y necesidades de cada sector productivo o de cada empresa. Con todo, esta dispositividad no resulta aplicable en un concreto supuesto: en las empresas de menos de veinticinco trabajadores, el periodo de prueba de los trabajadores no titulados no podrá exceder de tres meses (art. 14.1, segundo párrafo, ET).
Asimismo, el tan citado art.14, en coherencia con la función a la que responde el periodo de prueba, y con su condición de excepción al régimen causal del despido, “declara nulo el concertado cuando el trabajador haya desempeñado las mismas funciones con anterioridad en la empresa, bajo cualquier modalidad de contratación” (art. 14.1 ET), disponiendo igualmente que “empresario y trabajador están, respectivamente, obligados a realizar las experiencias que constituyan el objeto de la prueba” (art. 14.1 ET).
Como se desprende de la regulación trascrita, el límite temporal es decisivo para el logro de una adecuada configuración legal del periodo de prueba que garantice el constitucionalmente exigible equilibrio entre el interés empresarial y el interés del trabajador. Al formar parte el principio de causalidad del contenido del derecho al trabajo, la limitación temporal del período de prueba confiere a la suspensión de dicho principio un carácter transitorio, asegurando su activación una vez transcurrido ese plazo. En tal sentido, no estará de más recordar que el Convenio 158 de la OIT autoriza a los Estados a “exceptuar” el régimen causal durante el periodo de prueba “siempre que la duración se haya fijado de antemano y sea razonable” (art.2.2 b).

En resumen, el art.14 del ET cumple las exigencias constitucionales e internacionales que someten su duración a un canon de razonabilidad. De ahí, que la jurisprudencia ordinaria no haya dudado en calificar como abusivas y, por tanto, nulas las cláusulas de los convenios colectivos que instituyen periodos de prueba desproporcionados y excesivos, como sucede con el de un año (sentencias TS de 12-11-2007 y 20-7-2011). Probablemente por ello, por cuanto el art. 14 ET se ajusta con todo rigor a los estándares establecidos en las normas internacionales, la aplicación del período de prueba no ha debido someterse a juicio alguno de constitucionalidad, habiendo versado todas las resoluciones del TC recaídas sobre el periodo de prueba sobre el límite material no expresamente formulado en el art. 14 ET pero aplicable en todo caso como consecuencia de la vinculabilidad de todos los ciudadanos y poderes públicos a la Constitución (art.9.1 CE) y en especial a los derechos fundamentales, cual es, en doctrina constitucional consolidada, que el desistimiento empresarial durante el periodo de prueba no puede ejercitarse nunca con un móvil discriminatorio o en contra de un derecho fundamental (entre otras muchas, sentencia TC 94/1984, de 16-10).

6. Las anteriores conclusiones no pueden predicarse respecto de la regulación del periodo de prueba que incorpora el RD-L 3/2012 en el novedoso “contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores” . Es el art. 4.3 de la norma de urgencia el precepto que contiene dicha regulación, que reza del tenor literal siguiente:

“El régimen jurídico del contrato y los derechos y obligaciones que de él se deriven se regirán, con carácter general, por lo dispuesto en el Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, y en los convenios colectivos para los contratos por tiempo indefinido, con la única excepción de la duración del periodo de prueba a que se refiere el artículo 14 del Estatuto de los Trabajadores, que será de un año en todo caso”.

Una lectura meramente literal del pasaje legal transcrito evidencia que la norma de urgencia ha introducido, al fijar las reglas del período de prueba en la mencionada modalidad contractual, una “excepción” a la “excepción” que supone el art.14 del ET para el principio de causalidad. Pero a diferencia de ésta, el nuevo régimen no reúne, debido a la falta de razonabilidad de su duración, ninguno de los requisitos exigidos para poder ser una excepción admitida por el Convenio de la OIT. Más aun, tampoco logra superar el test de constitucionalidad.

En efecto y en primer lugar, el art. 4.3 del RD-Ley 3/2012 no sólo establece una duración a todas luces excesiva, un año, declarada abusiva por el TS como se acaba de señalar. Además, dicha duración no se vincula, directa o indirectamente, ni a la cualificación y formación profesional del trabajador ni al grado de dificultad en el desempeño de las funciones pactadas, quedando desvirtuada por completo la institución y la función a la que sirve: comprobación de las aptitudes y de la adaptación del trabajador al puesto de trabajo.

Por otro lado, el carácter imperativo con el que se establece su duración no permite que las partes hagan un “uso racional” del período de prueba. La formulación legal sólo admite dos posibilidades: o no se pacta periodo de prueba (posibilidad ciertamente poco verosímil en la realidad) o, en caso de formalizarse un pacto de prueba, la duración ha de prolongarse con carácter imperativo - “en todo caso”, en el lenguaje del precepto a examen – a lo largo de un año. Por consiguiente, el legislador excepcional no admite ahora el que los convenios suplementen la ordenación legal, limitando tal duración. Y también prohíbe a las partes contratantes convenir, mediante pacto individual, una duración menor de la legal.

Por lo demás, adviértase que el único “límite” establecido por la norma de urgencia afecta al tipo de empresa en el que se puede concertar un pacto de prueba con ocasión de la celebración de la nueva modalidad contractual, la del denominado “contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores”, aplicable exclusivamente en las empresas de menos de cincuenta trabajadores (art. 4.1 RD-Ley 3/2012). Es decir, tampoco constituye ello un límite que pueda justificar la regulación de la excepción a la excepción (esto es, la excepción al art.14 ET, que es a su vez una excepción al principio de causalidad), pues tales empresas representan el 99,23 por 100 de todo el tejido empresarial español, conforme confiesa la propia Exposición de Motivos de la norma de urgencia (apartado II), extrayendo los datos del Directorio Central de Empresas del Instituto Nacional de Estadística.

De los razonamientos anteriores, puede afirmarse con sólida fundamentación que el periodo de prueba de duración anual, “en todo caso”, de posible pacto en el nuevo contrato de apoyo a los emprendedores, se encuentra huérfano de los atributos de razonabilidad, reproche éste derivado del carácter indiscriminado de su entera regulación, que prescinde por completo, al fijar aquella duración indisponible por voluntad de la autonomía colectiva e individual, de factores tan decisivos como los relativos a las funciones contratadas o a la experiencia adquirida a lo largo de su trayectoria profesional por el trabajador. Con ello, se incumple de manera flagrante el Convenio 158 de la OIT, que autoriza a los Estados a exceptuar el régimen causal del despido durante el periodo de prueba, siempre que su duración sea “razonable” (art.2.2b).

Si el periodo de prueba regulado no cumple con su carácter excepcional, único modo que le hace apto para poder sacrificar el derecho al trabajo durante un tiempo limitado (que en este caso no existe porque resulta abusivo, y, por ende, nulo), el legislador, lejos de conciliar los intereses de las partes de la nueva modalidad de contrato de trabajo implantada por el RD-Ley 3 /2012, sacrifica desproporcionadamente el principio de causalidad, vulnerando el contenido del derecho fundamental al trabajo ex art. 35.1 CE. En razón de ello, la regla a examen ha de tacharse de inconstitucional.

MOTIVO TERCERO DE INCONSTITUCIONALIDAD: LA VULNERACIÓN DEL ART. 35.1 DE LA CONSTITUCIÓN (supresión de los salarios de tramitación en caso de opción por el empresario, ante la declaración judicial de la improcedencia del despido, del pago de una indemnización)

1. El art. 18, párrafos séptimo y octavo, del RDL 3/2012 ha procedido a dar una nueva redacción, respectivamente, a los párrafos 1 y 2 del art. 56 ET, modificando la regulación de los salarios de tramitación cuyo abono queda sujeto no tanto ni solo a la calificación judicial del despido sino, adicionalmente, a la opción adoptada por el empresario. En síntesis, la citada regulación ha suprimido su pago en caso de despido improcedente en el que el empresario hubiere ejercido la opción del abono de la indemnización equivalente a 33 días, desestimando la alternativa de la readmisión. O expresada la idea desde otro ángulo, el trabajador despedido improcedentemente tendrá derecho a percibir los salarios que hubieren mediado entre las fechas de comunicación del despido y la notificación de la sentencia única y exclusivamente si el empresario opta por su readmisión. Es ésta, por lo demás, una regla que no rige para los representantes de los trabajadores, que conservan el derecho a la percepción de los salarios de tramitación sea cual fuere la opción elegida por ellos en el supuesto de que la sentencia hubiere calificado el despido como improcedente (art. 56.4 ET).

No ha sido el RDL 3/2012 ni la primera norma legal ni la primera norma de urgencia que ha revisado el régimen jurídico de la figura de los salarios de tramitación, que cuenta entre nosotros con una dilatación tradición. El RD-Ley 5/2002, de 24 de Mayo, de medidas urgentes para la reforma del sistema de protección por desempleo y mejora de la ocupabilidad, vino a anticipar la medida legal hoy recuperada por el RDL 3/2012, al suprimir el devengo de los salarios de tramitación en la hipótesis de que el despido fuera calificado como improcedente y el empresario no readmitiese al trabajador o, lo que es igual, optare por entregarle la oportuna indemnización. Por su parte y ante la contestación social generada por dicha regulación, la Ley 45/2002, de 12 de diciembre, de idéntica denominación, rectificó en gran parte la práctica supresión de los citados salarios introducida por el mencionado RDL 5/2002, reinstaurando su pago sea cual fuere la opción del empresario.

La doctrina constitucional, de su lado, también ha tenido oportunidad de pronunciarse en distintas ocasiones sobre los salarios de tramitación en conexión con diferentes derechos constitucionales. En tal sentido, las sentencias TC 84/2008, de 21 de julio, 122/2008, de 20 de octubre y 143/2008, de 31 de octubre, han analizado la posible incidencia de la supresión de los salarios de tramitación en relación con el principio de igualdad (art. 14 CE) y el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE).

No entra en el círculo de nuestras intenciones caminar por senderos que la jurisprudencia constitucional ya ha clausurado. No obstante y para bien centrar el objeto del presente motivo de inconstitucionalidad, no resultará en modo alguno impertinente traer a colación lo que dejó escrito la sentencia TC 84/2008, citada, al rechazar que la supresión de los salarios de tramitación en términos equivalentes a los efectuados por el RDL 5/2002 y que ahora recupera de manera simétrica el RDL 3/2012 pudiera implicar una lesión del derecho a la tutela judicial efectiva:

“Este derecho de opción – razonó la mencionada resolución, refiriéndose al reconocido al empresario -, finalmente, tampoco afecta en nada a la igualdad procesal de las partes ni menoscaba la función jurisdiccional, dirigida a enjuiciar la procedencia, improcedencia o nulidad de la decisión extintiva, estando taxativamente fijadas en la norma las consecuencias en cada uno de los casos de la decisión judicial. El que la forma en que ha quedado configurado el derecho empresarial de opción una vez dictada la resolución judicial de improcedencia pueda hacer más o menos atractiva, en función de circunstancias diversas, la elección de uno de sus términos o el hecho de que en dicha elección pueda pesar más un tipo u otro de consideraciones son cuestiones todas ellas que afectan a la regulación material de los efectos del despido improcedente, pero que en nada limitan el alcance de su tutela judicial” (FJ 8º).

Es desde esta perspectiva material desde la que se formula el presente motivo, por entender que la vigente regulación del derecho de opción del empresario, una vez suprimidos los salarios de tramitación en caso de que opte por la extinción –y no se trate de un representante de los trabajadores- implica una regulación sustantiva material del derecho del trabajador ante el despido que vulnera el derecho al trabajo, en su vertiente individual, consagrado en el art. 35.1 CE. El vigente régimen jurídico de los salarios de tramitación, en efecto, no solo priva al trabajador de una protección real y efectiva ante los despidos ilegales o sin causa que no son objeto de una compensación adecuada o suficiente. Además de ello, instaura un mecanismo que, en numerosas ocasiones, hace más gravosa la readmisión del trabajador que la opción por la indemnización, como sucede con los trabajadores de escasa antigüedad en la empresa. Por este lado, el sistema vigente funciona como un incentivo económico, irracional y arbitrario, a favor de la extinción del contrato de trabajo, colisionando de manera frontal con el derecho constitucional al trabajo, que no puede en modo alguno conciliarse con una medida que no se limita a adoptar una actitud neutral de cara al derecho de opción del empresario sino que estimula y promueve, de manera abierta, la opción a favor de la terminación de la relación laboral.

2. No es cuestión ahora de reiterar la elaboración por la jurisprudencia constitucional de la vertiente individual del derecho al trabajo (art. 35.1 CE), debiendo pues tener por reproducidas las argumentaciones efectuadas a este propósito en el motivo segundo del presente escrito.

3. En relación con los contratos de trabajo de escasa antigüedad, inferior a un año y nueve meses de prestación de servicios, la cuantía de los salarios de tramitación a cargo del empresario, en un promedio de 60 días, supone un importe superior a la indemnización por extinción del contrato, calculada a razón de los 33 días que fija la nueva regulación. Si el proceso laboral de despido tuviere una duración inferior, la diferencia se reduce y, de ser superior, el efecto es inverso: la diferencia se incrementa.

Pero sean cual fueren los efectos, resulta indiscutible la relevancia e incidencia que despliega el régimen jurídico de los salarios de tramitación, que puede ofrecer mayores ventajas económicas a la opción empresarial por la extinción del contrato sin causa o sin observancia del procedimiento legal, en detrimento de la readmisión del trabajador en su puesto de trabajo. Es este un efecto jurídico imputable a la nueva regulación sobre los salarios de tramitación efectuada por el RD-L 3/2012, al haber privado al trabajador improcedentemente despedido, en el caso de que la empresa opte por la indemnización, de un concepto resarcible al trabajador; o por formular la misma idea en su dimensión constitucional, al haber liberado a la empresa del pago de una partida compensatoria en el supuesto de que decide optar por terminar la relación laboral.

Por otra parte, la norma cuestionada no asegura al trabajador una protección mínima por el período de tramitación del proceso, cuando éste no dispone de cotizaciones o no reúne los requisitos legales para el acceso al sistema de protección por desempleo. Durante el período de espera hasta la resolución del litigio, la legislación concede al trabajador la posibilidad de poder beneficiarse de una prestación sustitutoria de la pérdida de las rentas de trabajo; pero tal no acontece si el empresario opta por la finalización de la relación laboral. En este supuesto fáctico, la compensación al trabajador por el período de espera hasta la resolución del litigio experimenta una radical transformación: de elemento estructural de la relación laboral pasa a convertirse en elemento de libre discrecionalidad del empleador, que lo utilizará en función de sus intereses subjetivos. La opción del empresario a favor de la terminación del contrato de trabajo y, por consiguiente, del no-pago de los salarios de tramitación se erige así en una decisión libre, discrecional, inmotivada e incontrolable judicialmente, que influye de manera decisiva en la protección del trabajador y en la compensación por la demora judicial en la resolución del proceso por despido.

No puede dejar de recordarse, de otro lado, que durante el período de tiempo que acota el devengo de los salarios de tramitación, el trabajador no ha quedado liberado de la relación laboral, toda vez que, por una parte, los efectos extintivos sólo se consuman con el pago de la indemnización (art. 56.1 ET) y, por la otra, la readmisión decidida por la empresa supone la obligación del trabajador de reincorporarse al puesto de trabajo, de modo que la negativa implica un libre desistimiento que acarrea no sólo la pérdida de la indemnización, sino también de las prestaciones por desempleo.

Es éste un período en el que el trabajador tiene limitadas sus facultades para su incorporación a otra actividad productiva, sea mediante el trabajo por cuenta ajena o sea a través de otras expresiones contractuales, facultades éstas que quedan sujetas al elemento condicional básico derivado de la discrecionalidad del empresario. No obstante ser ello así, el RD-L 3/2012 ha eliminado cualquier compensación al trabajador por ese período al que, en caso de no poder acceder a los beneficios del sistema de protección por desempleo o de las rentas sociales, se le sitúa en la más absoluta desprotección.

Por lo demás, esta regulación resulta contradictoria con la configuración que hace la norma de urgencia del período temporal de delimitación de los salarios de tramitación como un período de naturaleza resarcible. Tal es y no otro el título que ha de asignársele a efectos del reconocimiento del derecho del trabajador a percibir los salarios de tramitación si la empresa opta por la readmisión. Y si bien es cierto que en esta hipótesis el trabajador no percibe la indemnización por despido, carece de toda razonable fundamentación la tesis de que la compensación al trabajador indemnizado se realiza exclusivamente por la vía del pago de dicha indemnización, pues la misma no comprende parámetro alguno relativo al período de tramitación del proceso y, en el caso del trabajador readmitido, genera los salarios de tramitación. De conformidad con éste régimen, resulta evidente que la indemnización no comprende el daño generado por la falta de ocupación del trabajador hasta la fecha de la sentencia o hasta la extinción del contrato consumada con el pago de la indemnización.

Por lo demás, el efecto conjugado de la supresión de los salarios de tramitación con la reducción de la cuantía de la indemnización por despido improcedente será particularmente relevante para los trabajadores temporales, ya que al no tener muchos períodos de prestación de servicios para la cuantificación de la indemnización, hará que se cuestionen la impugnación misma de su despido.

MOTIVO CUARTO DE INCONSTITUCIONALIDAD: LA VULNERACIÓN DE LOS ARTICULOS 35.1 Y 24.1 CE SOBRE DERECHO INDIVIDUAL AL TRABAJO Y TUTELA JUDICIAL EFECTIVA (como consecuencia de la nueva regulación de las causas de los despidos colectivo y objetivo).

1. El art. 18.3 del RD-Ley 3/2012 surte una nueva redacción del art. 51 ET, que lleva a cabo, en su núm. 1, una revisión en profundidad de las causas justificativas tanto del despido colectivo, así como, y por el juego del reenvío, de las igualmente aplicables al despido objetivo (art. 52.c) ET).

La reformulación de estas causas de despido constituye una doble y combinada violación: de un lado, del derecho al trabajo, en su vertiente individual (art. 35.1 CE), que veda la posibilidad de que el trabajador sea despedido sin causa o sin una causa de suficiente entidad y proporcionalidad y, de otro, del derecho a la tutela judicial efectiva proclamado por el art. 24.1 CE, que garantiza el control judicial de las decisiones empresariales de extinción del contrato de trabajo.

Sin perjuicio de lo que se razonará de inmediato, estas vulneraciones se han producido al suprimir de manera total la obligada conexión de razonabilidad o correspondencia entre la causa determinante invocada por la empresa y el despido del trabajador o la amortización de los concretos puestos de trabajo. La reforma acometida por la norma de urgencia, al definir las causas (habría que decir, con mayor rigor, las “razones) extintivas, suprime, radicalmente, la necesidad de que el hecho económico, técnico, organizativo o productivo mantenga la menor vinculación con la extinción de los contratos decidida por el empresario a través de algún juicio de razonabilidad, ponderación, adecuación o necesidad, llevando hasta tal punto esta desconexión que ni siquiera se requiere que, por ilustrar la idea con un ejemplo, de la disminución de ventas o del cambio en los instrumentos de producción pueda inferirse la necesidad de llevar a cabo los despidos. Esta reformulación de las causas extintivas de los despidos colectivo (art. 51 ET) y, por el juego de remisiones establecido, de los despidos objetivos (art. 52.c ET) no es compatible ni con el art. 35.1 CE, que exige justa causa para la terminación del contrato de trabajo, ni con el art. 24.1 del texto constitucional, que veda toda medida que impida una tutela judicial efectiva.

2. La Constitución no reconoce el derecho de los trabajadores a un empleo, más allá de que la política económica y social debe perseguir justamente el pleno empleo; pero sí garantiza que, una vez que el trabajador o trabajadora desempeña un puesto de trabajo, no pueda ser privado del mismo salvo la concurrencia de una justa causa de suficiente entidad para motivar la pérdida de la ocupación, que se configura como la base del sustento del trabajador o trabajadora y su familia, la vía primordial de integración social y un factor determinante del desarrollo de su personalidad.

No es cuestión ahora de volver a reiterar cuanto se argumentó sobre la dimensión individual del derecho al trabajo ex art. 35.1 CE, debiendo entenderse por reproducidos los razonamientos ya aprestados. Bastará, a los efectos que aquí importan, destacar que el contenido esencial del derecho al trabajo, en su vertiente individual, impone un triple límite a la voluntad unilateral del empleador de dar por finalizada la relación laboral: un primero de naturaleza formal, de modo que el acto de despido debe sujetarse a un procedimiento, que se sustancia en la exigencia de forma escrita que permita al trabajador conocer la decisión y el motivo del despido; un segundo, que afecta a la motivación del acto mismo de despido, que ha de estar basada en una justa causa, dotada de entidad suficiente y, en fin, un tercer límite de carácter adjetivo, que se instrumenta a través del derecho del trabajador de someter la decisión empresarial al control judicial, correspondiendo al juez o magistrado la potestad de revisar la regularidad formal y material de esa decisión empresarial, procediendo a la subsiguiente calificación del despido. Este tercer límite, precisamente, es el que instaura una estrecha vinculación entre los derechos al trabajo y a la tutela judicial. Por lo demás, la jurisprudencia del tribunal constitucional ha reiterado en numerosas ocasiones estas tres características del despido en el sistema español de relaciones laborales.

3. El nuevo art. 51.1 ET mantiene el mismo listado de causas (económicas, técnicas, productivas y organizativas) así como la definición que de las mismas se contenía en la anterior versión de ese precepto. No obstante, y es el dato relevante, la nueva versión del reseñado pasaje legal ha suprimido la necesidad de que el empresario justifique la razonabilidad de la extinción de los contratos de trabajo.

El punto de partida de la regulación anterior era de por sí sumamente flexible en lo que a la justificación de las causas técnicas, organizativas o productivas se refiere; pero obligaba a la empresa a justificar la razonabilidad del despido colectivo bien para prevenir una evolución negativa de la empresa, de lo que podía inferirse que el despido era la respuesta a una situación de peligro que podía llegar a darse si la extinción colectiva no se llevaba a cabo, bien para mejorar la organización de sus recursos para favorecer su posición competitiva en el mercado, de modo que el despido se articulaba, en esta segunda hipótesis, como respuesta a las ineficiencias de la empresa en el que mercado en el que compite.

La regulación actual del art. 51.1 ET, simplemente, omite toda alusión sobre el juicio de razonabilidad del despido colectivo basado en causas técnicas, organizativas o productivas. No se trata, sin embargo y pese a lo que pudiera pensarse en una primera impresión, de un mero olvido; antes al contrario, el objetivo pretendido y la consecuencia resultante es la eliminación de cualquier juicio de razonabilidad. La exposición de motivos de la norma de urgencia así lo confirma sin margen para la incertidumbre cuando razona del modo siguiente:

“También se introducen innovaciones en el terreno de la justificación de estos despidos. La ley se ciñe ahora a delimitar las causas económicas, técnicas, organizativas o productivas que justifican estos despidos, suprimiéndose otras referencias normativas que han venido introduciendo elementos de incertidumbre. Más allá del concreto (...), tales referencias incorporaban proyecciones de futuro, de imposible prueba, y una valoración finalista de estos despidos, que han venido dando lugar a que los tribunales realizasen, en numerosas ocasiones, juicios de oportunidad relativos a la gestión de la empresa. Ahora queda claro que el control judicial de estos despidos debe ceñirse a una valoración sobre la concurrencia de unos hechos: las causas. Esta idea vale tanto para el control judicial de los despidos colectivos como para los despidos por causas objetivas ex artículo 52.c ET” (apar. V).

Resulta difícil poder ofrecer de manera más clara y contundente una explicación del objetivo de la reforma, que no ha sido otro que el dejar fuera del control judicial la valoración de si el despido es o no una medida necesaria o si el propio despido está justificado en atención a juicios de razonabilidad. El propósito de la norma es convertir la causa de los despidos objetivo y colectivo en una mera condición, que opera a modo de supuesto fáctico concretado en la disminución de ventas o ingresos o en cualquier cambio técnico, organizativo o productivo, que si concurriere habilita de forma automática, directa y sin posibilidad de control judicial efectivo más allá de la verificación del hecho que determina la condición para que el empresario asuma una indiscutida soberanía en la disposición sobre la vigencia de los contratos de trabajo, creándose así un espacio inmune al control judicial, que queda desapoderado para ponderar si los despidos son medidas justificadas, necesarias, razonables o proporcionadas en función de las circunstancias del caso. La nueva regulación no pide, como si hacía la anterior, que la situación económica negativa de la empresa, o que los cambios técnicos, organizativos o productivos, en los que se justifique la extinción de los contratos de trabajo haya de tener una potencialidad suficiente para afectar a la viabilidad de la empresa o a su capacidad para mantener el volumen de empleo en la misma. El empresario, ahora, no ha de acreditar absolutamente nada, habiéndose prescindido de toda obligación de que la empresa justifique que de sus resultados económicos se deduce la razonabilidad de la decisión extintiva para preservar o favorecer su posición competitiva en el mercado.

De esta forma, una mera reducción de las ventas durante tres trimestres constitutivos se constituye por sí sola en causa para la extinción colectiva de los contratos de trabajo, con independencia del impacto que esta reducción de ventas haya producido en su situación económico-financiera y en su capacidad para mantener el volumen de empleo. Lo mismo sucede con el mero cambio organizativo, la innovación tecnológica o la variación de la actividad productiva de la empresa. Basta la mera circunstancia de que la persistencia requerida se exprese durante tres trimestres consecutivos, período este que, por cierto, pone en evidencia que no es necesario ponderar un ejercicio económico anual, y así determinar si el mismo genera o no pérdidas o incluso sin exigir que las pérdidas se puedan prever. La disminución de ventas nada tiene que ver con una pérdida de competitividad de la empresa, pudiendo obedecer a toda una variedad de factores coyunturales y a estrategias en la política de precios de la propia empresa. Y sobre todo y en lo que aquí interesa destacar, tampoco tienen que suponer una situación económica negativa en tanto que la disminución de ingresos o ventas puede no llevar aparejado un deterioro de la cuota de resultados si correlativamente existe un sistema de ajuste en los costes. La revisión de las causas del despido colectivo y objetivo supone, a la postre, instalar las decisiones empresariales de extinción de los contratos de trabajo basadas en el funcionamiento de la empresa en unos espacios inmunes al control judicial, sin posibilidad real, concreta y efectiva de que el trabajador pueda ejercitar acciones para verificar si la decisión empresarial está justificada en razones contempladas en el ordenamiento jurídico, o si por el contrario, el cese responde en exclusiva a criterios de oportunidad en la gestión de la plantilla de la empresa
La norma debilita, hasta hacer desaparecer, el control de la causa y configura el despido como un acto en realidad desvinculado de una situación con la suficiente entidad, proporcionalidad y necesidad que pueda determinar el cese de los trabajadores. Se lleva a cabo una verdadera falta de relevancia de la causa extintiva por razón del funcionamiento de la empresa. Las causas del despido quedan convertidas, como paladinamente lo confiesa el preámbulo de la norma de urgencia, en unos meros hechos que afectan al ámbito económico, técnico, organizativo o productivo; de unos hechos que, en la configuración del RD-Ley 3/2012, en modo alguno son expresivos de una mínima situación de necesidad, al menos indiciariamente objetivada, que pudiera justificar, incluso en apariencia, la procedencia de extinguir los contratos de trabajo.

En este sentido la mera reducción de ventas o ingresos, sin ninguna ponderación cuantitativa o proyección sobre los eventuales resultados de la empresa y sin tan siquiera venir determinados por una falta de competitividad empresarial, acarrean por su propia naturaleza, y sin ningún otro elemento que integre la causa, la justificación de la medida extintiva.

Y lo mismo sucede con las causas técnicas, organizativas y productivas que, al ser definidas, ni se vinculan a una situación de dificultad de la empresa, ni se exige que el despido sea una medida necesaria y razonable para cumplir alguna finalidad legítima, como la viabilidad de la empresa y del empleo.

En resumen, las reformas introducidas por el RD-Ley 3/2012 automatiza la causa extintiva ante la mera existencia de un hecho económico que, como se ha razonado, carece de cualquier relevancia objetivada de suficiente entidad, justificación y necesidad para considerar que el despido colectivo se encuentra mínimamente justificado. Adicionalmente, la norma no permite justificar el número de extinciones que pueden tener lugar al concurrir la situación económica, organizativa o productiva determinante de la causa del cese.
Todo ello queda al nudo y rudo criterio del empresario.

La supresión del juicio de razonabilidad de la decisión extintiva también implica la exoneración del empresario de la carga de aportar los elementos o criterios en virtud de los cuales se procederá a la concreción de los concretos colectivos de trabajadores afectados por la decisión extintiva de carácter colectivo Por este lado, la reforma no sólo supone atribuir al empresario facultades casi absolutas a la hora de determinar la extinción de contratos de trabajo ante meras previsiones de pérdidas o reducciones de ingresos o ventas durante tres trimestres consecutivos; también deja en sus manos, abandona a su discrecionalidad, la fijación del número de trabajadores y la concreción de los puestos de trabajo afectados por dicha extinción.

Una regulación como la descrita incide de lleno en el ámbito de las garantías jurisdiccionales de los trabajadores, susceptible de generarles indefensión en los procesos judiciales en los que se cuestione la decisión empresarial de incluirlo en el despido colectivo, no resultando tarea fácil imaginar la vía de la que puede valerse el trabajador para discutir jurisdiccionalmente su afectación personal por el despido colectivo, siendo así que la empresa no tiene necesidad de aportar ningún género de justificación sobre la razonabilidad de su decisión extintiva.

Es la misma regulación legal del art. 51 ET la que sitúa a los trabajadores afectados por el despido colectivo en una situación de manifiesta indefensión en el proceso jurisdiccional que al efecto pudieran entablar, lo que determina la inconstitucionalidad de la nueva regulación legal del art. 51 ET por lesiva del derecho cívico al trabajo (35.1 CE) y del derecho fundamental a la tutela judicial (24.1 CE).
El nuevo régimen jurídico lesiona el derecho a la tutela judicial efectiva, en tanto que el trabajador queda desprovisto de acción para controlar la razonabilidad de la decisión extintiva, o la necesidad de la extinción de su contrato de trabajo. Y directamente conectado con ello, también vulnera el derecho constitucional al trabajo, en su dimensión del derecho al mantenimiento del empleo y la necesaria concurrencia de una causa de suficiente entidad para su privación.

4. No puede dejar de mencionarse, finalmente, que la vigente ordenación choca frontalmente contra varios preceptos del Convenio 158 OIT. Es patente el incumplimiento del art. 9 del Convenio 158 de la OIT, que exige un despido causal debidamente acreditado y justificado ante el juzgado, tribunal u organismo arbitral y que, además, el juzgado debe examinar si la causa de terminación de la relación laboral estaba justificada y las circunstancias relacionadas con el caso, de modo que todo ello conduzca y permita examinar la suficiencia de la causa acreditada y, necesariamente, la proporcionalidad o ajuste entre la suficiencia de la causa acreditada y la justificación de la terminación del contrato. Precisamente y como confirma la lectura de la Exposición de Motivos, los órganos judiciales han de resolver los despidos sometidos a su conocimiento sin entrar a verificar la racionalidad de la medida.

Pero al margen de la laxitud con que se definen las causas, la definición como causa económica de la disminución consistente en los ingresos o facturaciones durante tres meses, también implica el incumplimiento por el Real Decreto Ley de las obligaciones internacionales asumidas al ratificar el Convenio 158 de la OIT. En tal sentido, puede afirmarse que el acto de promulgación del RD-Ley 3/2012, con el contenido que tiene, supone un incumplimiento de los compromisos internacionales asumidos por España.

MOTIVO QUINTO DE INCONSTITUCIONALIDAD.- LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN CONSAGRADO EN EL ARTÍCULO 37.1 DE LA CONSTITUCIÓN (por sumisión de las partes que no han alcanzado acuerdo de inaplicación del convenio colectivo aplicable en la empresa a una decisión pública obligatoria)

1. En la redacción procedente del art. 14.1 del RD-Ley 3/2012, el último párrafo del revisado art. 82.3 ET establece que, en aquellos supuestos de conclusión sin acuerdo del período de consultas instado en un proceso de inaplicación en el ámbito de una empresa de alguna o algunas de las condiciones de trabajo previstas en el convenio colectivo aplicable en los que las partes no se hubieren sometido a procedimientos autónomos de solución de conflictos o éstos no hubieran solucionado la discrepancia, cualquiera de las partes podrá solicitar la actuación de la Comisión Consultiva de Convenios Colectivos (CCNCC) o del órgano autonómico equivalente el cual podrá acordar la resolución de la controversia bien en el seno de la propia comisión nacional u órgano autonómico bien a través de la designación de un árbitro a fin de que, en una u otra hipótesis, se dicte - por expresar la idea con la terminología utilizada por el pasaje legal a examen - la oportuna “decisión”, que “tendrá la eficacia de los acuerdos”.

La finalidad del reseñado precepto es muy clara, habiendo quedado plasmada en unos términos que no ofrecen margen a la incertidumbre. A partir de la entrada en vigor de la norma de urgencia, los desacuerdos nacidos de los procesos de negociación destinados a atender la iniciativa empresarial de descolgarse de la disciplina normativa del convenio colectivo estatutario que resulte aplicable en la empresa, sea de sector o sea el vigente en la propia empresa, habrán de sustanciarse de manera obligatoria a través de la decisión adoptada por un tercero ajeno a las partes en conflicto. Sin entrar ahora a discutir la adecuación entre la terminología empleada (“decisión) y la realidad social normada, la conformidad constitucional de esta medida legislativa se intenta fundamentar en el preámbulo del real decreto-ley en atención al carácter tripartito del o de los órganos encargados de solventar la controversia. Por decirlo con sus propias palabras: “se trata, en todo caso, de órganos tripartitos y, por tanto, con presencia de las organizaciones sindicales y empresariales, junto con la Administración cuya intervención se justifica también en la necesidad de que los poderes públicos velen por la defensa de la productividad tal y como se deriva del artículo 38” de la CE.

Más allá de las palabras, el objetivo perseguido y la consecuencia resultante de la nueva regulación es la restauración en nuestro sistema jurídico de relaciones laborales de una figura, la de la decisión pública obligatoria o la del laudo público obligatorio, que ha estado presente en buena parte de su recorrido histórico; en concreto, hasta que la sentencia 11/1981, de 8 de abril, decretara la inconstitucionalidad de dicha figura, tal y como la misma venía regulada por el Real Decreto-Ley 17/1977, de 14 de marzo (RD-Ley 17/1977), sobre relaciones de trabajo. Las reflexiones que siguen estarán dirigidas a fundamentar el vicio de inconstitucionalidad igualmente predicable de la medida introducida por el RD-Ley 3/2012.

2. Un adecuado tratamiento metodológico y de fondo del grueso reproche de inconstitucionalidad vertido contra la vigente regla prevista en el párrafo último del art. 82.3 ET, en la versión introducida por la tan citada norma de urgencia, exige abordar y dar respuesta desde un principio a dos cuestiones que, aun cuando dotadas cada una de sustantividad propia, guardan una evidente conexión.

Con la primera se pretende dejar sentada, a fin de evitar cualquier duda al respecto, la plena identidad entre las reglas cuya inconstitucionalidad declaró la sentencia TC 11/1981 y la que ahora se postula. Los preceptos sobre los que versó el juicio de constitucionalidad en su día emitido eran los arts. 25.b y 26 del RD-Ley 17/1977, que, en esquemática síntesis y en lo que aquí importa destacar, preveían el siguiente procedimiento para la solución de los conflictos colectivos económicos o de intereses: 1) planteado un conflicto de ésta naturaleza, las partes habían de sujetarse a un trámite de conciliación ante la autoridad laboral, pudiendo acordar, de haber concluido dicho trámite sin avenencia, la sumisión a un arbitraje, en cuyo caso designarían a uno o varios árbitros y 2) en el supuesto de que las partes no llegaran a acuerdo ni se sometieren a arbitraje, la autoridad laboral “dictará laudo de obligado cumplimiento, resolviendo sobre todas las cuestiones planteada”.

En este contexto normativo, el objeto que se le planteó al TC y éste hubo de resolver quedó identificado, por la propia sentencia 11/1981, en los términos siguientes:

“De este modo, el problema de la constitucionalidad del artículo 25 del Real Decreto-Ley 17/1977 y, como consecuencia, el del 16, se plantea en dos sentidos: uno, (...); otro, en lo que respecta a la posible y eventual violación del artículo 37 de la Constitución y del principio de autonomía colectiva en el marco de las relaciones laborales.

En el primer sentido (...).

Más difícil de resolver es la segunda cuestión, esto es, la medida en que la articulación de un llamado arbitraje público obligatorio para resolver los conflictos sobre modificación de condiciones de trabajo, y en especial el conflicto nacido del fracaso de la negociación del convenio, puede contravenir el derecho de negociación consagrado en el artículo 37 de la Constitución” (FJ 24).

A partir de tan sumario recordatorio, la identidad entre los supuestos de hecho y las consecuencias jurídicas de los preceptos a contraste es, como se anticipó y ahora se reitera, plena y completa, sin matización ni reserva alguna. Por lo pronto y como sucedía en el RD-Ley 17/1977, el supuesto de hecho definido por el RD-Ley 3/2012 también es el desacuerdo surgido en el curso de la composición de un típico conflicto colectivo de trabajo de carácter económico relativo o, por decirlo con el lenguaje de la sentencia TC 11/1981, “sobre modificación de condiciones de trabajo”, sin que tenga la mínima relevancia en el juicio de comparación el que esa modificación se planteaba entonces en un proceso de renovación de un convenio colectivo y se plantee ahora en un proceso de inaplicación de un convenio colectivo. Y en segundo lugar y como se establecía en el RD-Ley 17/1977, la consecuencia jurídica establecida en la nueva versión del art. 82.3 ET es la imposición de forma coactiva de una solución articulada a través de la decisión de un tercero.

La segunda observación pretende salir al paso y desarmar la argumentación manejada por la exposición de motivos del RD-Ley 3/2012 a fin de ofrecer, bien que implícitamente, soporte constitucional a la medida adoptada. En el decir de la misma, la composición tripartita de la CCNCC o de los órganos autonómicos equivalentes, con presencia de las organizaciones sindicales, de las asociaciones empresariales y de la correspondiente administración dotaría de ajuste constitucional a la decisión de resolver de manera coactiva los desacuerdos expresados en los procesos de descuelgues convencionales.

Desde luego, no es cuestión ahora de entrar a analizar de manera pormenorizada ni la composición de la CCNCC o de los órganos autonómicos equivalentes ni su naturaleza jurídica. No obstante y en relación con éste último aspecto, estos organismos, todos ellos, tienen una indiscutible naturaleza pública, al margen de que entren o no en el catálogo de los organismos administrativos. Pública es su creación; pública es su financiación; público es su sostenimiento y público-institucionales son las funciones que han venido ejerciendo hasta ahora. Por centrar la atención en el órgano de carácter estatal, la CCNCC fue creada por la Disposición final octava del ET-1980, que autorizaba al entonces Ministerio de Trabajo a dictar las disposiciones oportunas para su constitución y funcionamiento y ordenaba que la comisión funcionase siempre a nivel tripartito. En la actualidad y de conformidad con lo previsto en la Disposición adicional quinta.1 del RD-Ley 3/2012, la CCNCC sigue sujetándose a lo previsto en la Disposición transitoria segunda del RD-Ley 7/2011, la cual, a su vez, reenvía a la Disposición final segunda del texto refundido de la Ley del ET en la versión 1995 que, en síntesis, reproduce el contenido de la Disposición final octava del ET-1980. Por lo demás, la CCNCC se encuentra adscrita a la hoy Dirección General de Empleo del actual Ministerio de

Empleo y de Seguridad Social (Real Decreto 1129/2008, de 8-10).
La naturaleza de tales organismos como instituciones públicas – aunque su actuación pueda calificarse como autónoma y aun cuando, se insiste, sean resistentes a ingresar en la orbita de los organismos administrativos – no ha pasado desapercibida, como difícilmente podía hacerlo, al legislador excepcional, que al denominar terminológicamente al dictamen emitido por los mismos utiliza la muy correcta expresión de decisión, que es la que mejor se acomoda a aquella naturaleza.

Pero dando de lado todo ello y centrando la atención en el razonamiento aprestado o sugerido por el preámbulo de la norma de urgencia, la concreta composición de los organismos a los que ésta encomienda la solución coactiva de sus discrepancias resulta un elemento por completo irrelevante en el juicio de constitucionalidad. Un planteamiento como el defendido por el legislador de urgencia desenfoca de manera interesada el objeto de ese juicio, desplazándolo desde el territorio que le es propio, el derecho a la negociación colectiva en su condición de derecho constitucionalmente protegido, a otro escenario, que, al ser ajeno al conflicto, tiene el efecto de ocultar la verdadera controversia constitucional. En otras y resumidas palabras, el centro del debate de constitucionalidad reside en discernir si la composición de un conflicto de intereses adoptada de manera coactiva y en contra de la común voluntad de ambas partes es compatible con la autonomía negocial consagrada en el art. 37.1 CE. En caso de una respuesta negativa al anterior interrogante, el carácter tripartito del órgano que adopta la decisión de someter a una solución obligatoria ni quita ni añade elemento alguno al juicio alcanzado. El órgano decisor es la herramienta o el instrumento del que el legislador se vale para articular su concreta opción política, consistente en zanjar de manera obligada las legítimas discrepancias que se hubieren podido producir en el curso de la negociación que concluyó sin acuerdo.

Una última observación tampoco resultará impertinente efectuar. La condición colegiada y tripartita del órgano al que se le encarga resolver de manera unilateral y coactiva el conflicto de intereses no resuelto mediante el proceso de negociación abierto pudiera presentarse como un elemento que introduce una notable diferencia en el juicio de comparación con el supuesto de hecho sustanciado por la sentencia 11/1981. En relación con este supuesto, dicha sentencia dejo escrito que las dos características esenciales del arbitraje o seudoarbitraje diseñado en el RD-Ley 17/1977 eran su naturaleza pública y obligatoria. Por decirlo con sus propias palabras: “Para resolver esta cuestión – la compatibilidad entre la sujeción del conflicto sobre modificación de condiciones de trabajo a la decisión de la autoridad laboral y el art. 37.1 CE – no basta, a nuestro juicio, llegar a la conclusión de que ese llamado arbitraje público obligatorio no es genuino arbitraje, porque en modo alguno lo es el que reúne al mismo tiempo las características de ser público y de ser obligatorio. Mas allá de las palabras, lo que existe es la sumisión a una. decisión de un órgano administrativo”.

El simple intercambio del adjetivo administrativo por público no priva al anterior razonamiento de su vigor, siendo perfectamente exportable a la situación ahora a examen: más allá de la denominación y de la composición del órgano decisor, lo que el nuevo art. 83.2 establece es una decisión pública y obligatoria; y es la naturaleza de esa decisión, y no la composición de aquél órgano, la que ha de analizarse a los efectos del juicio de constitucionalidad.

3. Nuestro texto constitucional alude de manera expresa y directa a la negociación colectiva en su art. 37.1, a tenor del cual “la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios colectivos”. Como ya fue hechos constar en otro lugar del presente escrito, el pasaje legal que se viene de transcribir instituye, a favor de la autonomía negocial, una doble garantía, entendida la expresión no sólo en un sentido material, relativo a la dualidad de materias garantizadas, sino, adicionalmente, en un sentido formal: la Constitución garantiza, al tiempo que mandata garantizar a la ley, tanto el derecho a la negociación colectiva como la fuerza vinculante de los convenios colectivos.

El art. 37.1 CE adopta la estructura lógico-formal propia de las normas iusfundamentales: enuncia un derecho, prefigurando algunos de sus elementos. Por su ubicación sistemática, el derecho que enuncia queda
configurado como un derecho cívico y, por lo mismo, se encuentra amparado por los mecanismos de tutela que el texto constitucional brinda a esta modalidad de derechos y libertades (art. 53.1 CE). Pero además de configurarse como un derecho de ciudadanía, la negociación colectiva, cuando se emprende y ejerce por las organizaciones sindicales, se integra en el contenido esencial de la libertad sindical y, bajo la condición de derecho iusfundamental, queda protegido por los privilegiados remedios jurisdiccionales que la CE reserva a los derechos fundamentales y libertades públicas (art. 56.2).

Un análisis evolutivo de los ordenamientos comparados muestra la existencia de dos grandes modelos o tipos de ordenación por el Estado de la negociación colectiva. En primer lugar, la garantía del poder de las organizaciones de representación de intereses de trabajadores y empresarios puede plasmar en una vertiente negativa de mera protección y respeto. El desarrollo de esta función protectora obliga al Estado a adoptar una actitud de neutralidad hacia la negociación colectiva, removiendo cuantos obstáculos jurídicos puedan impedir su ejercicio. El objetivo es preservar la contratación colectiva frente a posibles injerencias o intromisiones de los poderes públicos, otorgando a este derecho un “espacio vital” para su desenvolvimiento (RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO FERRER/DEL REY GUANTER). Esta primera manifestación de la obligación del Estado de tutelar la autonomía negocial de trabajadores y empresarios, que enuncia una garantía negativa y que ha sido dominante en el panorama de los sistemas europeos de negociación colectiva hasta finales de la década de los años 60, puede expresarse a través de dos vías: la intervención de ley y la abstención de ley. Tal y como enseña la experiencia comparada, la protección negativa de la actividad contractual colectiva puede lograrse, de seguro, con una norma legal de garantía; pero también sin ella.

En segundo lugar, la garantía de ese poder originario de normación de las relaciones laborales, en que consiste la autonomía negocial, puede plasmar en una vertiente no ya negativa, de simple abstención o no intromisión, sino positiva, de promoción y apoyo. La negociación colectiva deja de ser percibida como un mero ámbito de libertad que no consiente interferencias impeditivas u obstaculizadoras, para pasar a ser concebida como un instrumento, y no menor, para la consecución de una variada constelación de bienes y valores que pueden estimarse merecedores de especial protección. A diferencia del modelo anterior, el que ahora se comenta se concreta, de manera inesquivable, a través de una única vía, la intervención de ley, que se ha articulado históricamente en una muy concreta política legislativa: la denominada legislación promocional. Con ella, el Estado abandona o, al menos, modera el principio de complementariedad existente entre los poderes de las representaciones de intereses de trabajadores y empresarios y, en su lugar, atribuye a ciertas formas organizativas de los trabajadores, señaladamente a los sindicatos, una protección reforzada cuya finalidad inmediata o primaria es asegurar de manera real y efectiva el desarrollo y efectividad por ellas de sus derechos de actividad, en general, y del derecho de negociación colectiva, más en particular.

4. El art. 37.1 CE responde a este modelo promocional de negociación colectiva, de manera que el pasaje constitucional instituye a favor de la negociación colectiva un cuadro de garantías subjetivas de inmediata y directa aplicación que tienen, entre otros efectos, el de empeñar al poder legislativo, que es un poder infraordenado a la Constitución, a organizar la actividad contractual colectiva según criterios de posibilidad e iniciativa reales; esto es, a instituir los presupuestos necesarios para que la negociación colectiva pueda cumplir de manera razonable la constelación de funciones que le son propias, siendo la primera, bien que no la única, la regulación de las condiciones de trabajo.

La función del Estado no puede articularse a través de una actividad sustitutiva ni de la negociación colectiva ni de la solución del conflicto que ésta tiende a solventar. Las reglas ordenadoras de la intervención estatal en el campo de la negociación colectiva que expresen esta función promocional han de ser no solo potenciadoras de la autonomía colectiva; además de ello y sobre todo, han de observar el mandato constitucional. En caso contrario, aquellas reglas violarán los principios informadores del sistema de relaciones laborales colectivas constitucionalmente consagrados, formando parte de este capítulo las fórmulas, abiertas o encubiertas, de arbitraje obligatorio. Si de esta fórmula se ha podido afirmar, con toda razón, que es “un instrumento represivo de la contratación colectiva y de la libertad sindical” (VENEZIANI), la aseveración resulta aún más predicable, si cabe, de una coactiva y decisora intervención formalmente adoptada en un órgano tripartito en la que la administración pública termina disponiendo sistemáticamente de una capacidad dirimente en la solución del conflicto.

En este orden de consideraciones, es evidente que las fórmulas de composición del conflicto colectivo de intereses o, más en general, de la conflictividad laboral frente a otras no pueden ser enjuiciadas con cánones de mera utilidad, funcionalidad o eficiencia para la satisfacción de determinados objetivos, sean estos la pacificación social, el desarrollo económico o la mejora de los indicadores de competitividad o productividad de la empresa, por citar algunos ejemplos significativos. El problema de aquellas fórmulas no puede valorarse, en suma, a la luz de concretas opciones políticas sino, y ello es bien diferente, en atención y consideración a las consecuencias jurídicas que la consagración constitucional del derecho a la negociación colectiva lleva aparejadas.

La interrelación entre los elementos que convergen en la compleja realidad social no consiente aislar el ámbito de los conflictos de trabajo del resto de problemas que puedan aparecer y aparecen en los más variados escenarios, entre ellos, y desde luego, el económico. Pero la conversión de todo conflicto laboral en un problema público que permita el recurso a formas acusadas de intervencionismo o, lo que resulta igual o acaso más disfuncional en un sistema democrático de relaciones laborales colectivas, la convicción o la mera creencia de una permanente contradicción entre los intereses privados expresados en el conflicto laboral o social y los intereses generales, cuya defensa justificaría el uso de esas formas, se sitúan en un planteamiento ideológico por completo incompatible con los fundamentos de nuestro texto constitucional; contrariaría de manera frontal y abierta los arts. 7 y 37.1 CE, con una posible ampliación de la afectación a los arts. 28, tanto en su número 1 como en su número 2.

Las consideraciones que se vienen de efectuar obligan pues a diferenciar entre dos tipos bien diferentes de intervencionismo normativo. De un lado, el destinado a promover e incentivar el derecho a la negociación colectiva, ofreciendo a los agentes sociales y económicos la posibilidad, que no la obligación, de acceder a instrumentos útiles para la solución del conflicto; de otro, el dirigido a incidir en el conflicto, limitando la capacidad de las partes de solventarlo e introduciendo en el seno del conflicto mismo elementos ajenos a su gestación y desarrollo. Mientras la primera línea de actuación legislativa ha de estimarse como ajustada a los mandatos constitucionales, la segunda ha de descalificarse por vulneradora de esos mandatos. Y es que y en última instancia, la actividad intervencionista del Estado en este campo, en el de la autonomía colectiva, en general y en el de la autonomía negocial más en particular, descansa en una premisa previa que no puede darse de lado ni orillar, cual es la consideración del conflicto entre trabajadores y empresarios como un elemento funcional y fisiológico, y en modo alguno patológico o disfuncional, al desarrollo económico y al progreso social.

El reconocimiento y la promoción del derecho a la negociación colectiva no comporta solo la atribución a los titulares de este derecho de un espacio vital de actuación para la satisfacción (la representación y defensa) de sus intereses, espacio éste que se articula mediante el ejercicio de un haz de facultades jurídicas. Además de ello, la constitucionalización de ese derecho comporta la aceptación de un modo de plantear y de tratar las controversias que puedan surgir entre trabajadores y empresarios, modo éste que puede condensarse, en fórmula sintética aunque en modo alguno simplista, como en la exigencia de perseguir y fomentar de manera constante fórmulas de equilibrio entre los valores e intereses generales y los valores e intereses particulares.

De conformidad con este diseño, que es el diseño constitucional, cualquier intervención legislativa que sobrepase o no respete este tratamiento, al que ha de conferirse la condición de regla general de actuación en un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), habrá de considerarse como excepcional, debiendo valorarse su encaje constitucional a la luz no solo de la capacidad o disponibilidad de las partes para solventar sus controversias sino, además y de manera señalada, de las consecuencias que el mantenimiento de esa controversia en el conjunto de la sociedad y en el ejercicio de otros derechos igualmente reconocidos y protegidos constitucionalmente. En suma: la conversión de la excepción en regla general es de todo punto incompatible con la autonomía colectiva consagrada en el art. 37.1 CE.

5. En esta conversión es dónde la sentencia TC 11/1981 encontró la razón de la inconstitucionalidad de los laudos de obligado cumplimiento regulados en el art. 25.b) del RD-Ley 17/1977. Frente a la admisión de fórmulas de arbitraje obligatorio en determinados supuestos de huelga (art. 10 del citado real decreto-ley), la jurisprudencia constitucional entendió que la decisión administrativa obligatoria para resolver cualquier desacuerdo nacido de un proceso de renovación o modificación negocial de condiciones de trabajo no resultaba constitucionalmente aceptable por carecer de los más elementales motivos justificativos de la restricción impuesta al derecho a la negociación colectiva (art. 37.1 CE).

Fue esta una conclusión que el TC sustento en una doble y combinada inteligencia de las relaciones entre autonomía colectiva e intervención legislativa. Por lo pronto, la sentencia 11/1981 descartó la idea de que el art. 37.1 CE consagra el derecho a la negociación colectiva en términos tales que ningún otro instrumento puede suplir a éste, considerando que “resultaría paradójico que existiera una bolsa de absoluta y total autonomía dentro de una organización, como la del estado” que, por definición, lleva aparejada para sus ciudadanos un “factor heteronómico”. En otras y más breves palabras, la autonomía colectiva, al igual de lo que acontece con la autonomía individual, “puede presentar excepciones”, siempre que las limitaciones se encuentren justificadas (párrafo penúltimo, FJ 24). La segunda idea complementa e integra la anterior, en la medida en que instala la justificación de las eventuales restricciones “en el daño que el puro juego de las voluntades particulares y las situaciones que de él deriven puede irrogar a los intereses generales” (último párrafo, FJ 24), lo que no concurre, precisamente, en el caso del conflicto nacido del fracaso de la negociación del convenio.

La anterior conclusión debe ser aplicada, sin matización ni reserva alguna, a la fórmula de la decisión o del arbitraje obligatorio establecido por el art. 82.3 ET, en la redacción aportada por el RD-Ley 3/2012. No es cuestión ahora de volver a razonar la plena identidad de los elementos estructurales (supuestos de hecho y consecuencias jurídicas) de la norma enunciada en el RD-Ley 17/1977 que fue declarada inconstitucional (supuesto de hecho y consecuencia jurídica) y de la que se acaba de mencionar. Lo que ahora importa destacar es que esta última, como aquella otra, configura la que, conforme a la jurisprudencia constitucional, ha de calificarse como una excepcional y extremada limitación al derecho de negociación colectiva, cual es la coactiva imposición de una solución al conflicto existente entre unas partes negociadoras, en regla general, prescindiendo así de la menor valoración entre voluntades e intereses particulares y entre voluntad e intereses general.

En cualquier hipótesis de fracaso de un proceso negocial abierto con el objetivo de inaplicar el convenio colectivo en una empresa, la solución es idéntica y la misma: la iniciativa de una sola de las partes - que en la realidad de las relaciones laborales será siempre el empresario, por ser él el único sujeto interesado en ese descuelgue convencional – puede activar el mecanismo coactivo y el conflicto queda resuelto por una voluntad, la de un órgano público, que se erige en el decisor de un singular conflicto entre intereses particulares mediante el inaceptable expediente de entender que en ese conflicto hay siempre y por hipótesis un interés general que defender. Tal es y no otra la idea que se expresa en la exposición de motivos, cuando ésta justifica, con fundamento en “la defensa de la productividad” (art. 38 CE), la opción política de poner en manos de un órgano en el que se encuentra presente la administración la solución coactiva y obligatoria al conflicto.

En razón de lo expuesto, el procedimiento establecido en el art. 82.2 ET, al que se viene de aludir, ha de estimarse inconstitucional, por vulnerador del art. 37.1 CE, debiendo ser declarada, en consecuencia, su nulidad.

MOTIVO SEXTO DE INCONSTITUCIONALIDAD.- LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN CONSAGRADO EN EL ARTÍCULO 37.1 DE LA CONSTITUCIÓN (por la atribución al empresario de la facultad de modificar de manera unilateral - y, a veces, incluso sin necesidad de abrir un período de consultas - las condiciones de trabajo establecidas en acuerdos o pactos colectivos)
1. Desde su implantación por la Ley 11/1994, la facultad concedida al empresario ex art. 41 ET de modificar de manera unilateral ciertas condiciones de trabajo establecidas en pactos o acuerdos colectivos, previa celebración, en algunas ocasiones, las más, de un período de consultas concluido sin acuerdo, fue entendida por un solvente sector de nuestra doctrina científica (CRUZ VILLALÓN) como una regulación contraria al art. 37.1 CE, por vulnerar la segunda de las garantías ahí consagradas; la relativa a la fuerza vinculante de los instrumentos nacidos del ejercicio, por parte de los “representantes de los trabajadores y empresarios”, del derecho a la negociación colectiva.

Fue éste, sin embargo, un reproche de inconstitucionalidad sobre el que el TC no tuvo oportunidad de pronunciarse. En todo caso, la reciente reforma por parte del RD-Ley 3/2012 del reseñado art. 41 ET ofrece la posibilidad de facilitar un pronunciamiento expreso de la jurisprudencia constitucional sobre una materia que, la citada norma de urgencia, no ha hecho sino anegar aún más en el vicio de inconstitucionalidad.

2. El RD-Ley 3/2012 ha revisado en profundidad el régimen jurídico de “las modificaciones sustanciales de condiciones de trabajo” establecido en el art. 41 del texto estatutario. Del conjunto de cambios introducidos, una especial relevancia jurídica (y práctica, aun cuando es esta una dimensión que queda al margen de nuestras reflexiones) tiene el cambio llevado a cabo en el ámbito de imputación normativa de la distinción entre las modificaciones sustanciales de condiciones de trabajo de carácter individual y de carácter colectivo. Para una mejor comprensión del alcance e impacto de dicho cambio, no resultará impertinente efectuar algunas referencias al régimen jurídico vigente hasta la aprobación de la tan mencionada norma de urgencia.

Desde la entrada en vigor de Ley 11/1994, aquella distinción ha venido sustentada sobre la naturaleza de la fuente atributiva de la condición que se pretendía modificar, calificándose como individuales las modificaciones de condiciones acordadas mediante pacto individual o concedidas unilateralmente por el empresario con efectos individuales y como colectivas aquellas otras modificaciones contenidas en acuerdos o pactos colectivos o concedidas unilateralmente por el empresarios con efectos colectivos. No obstante, esta regla general, en relación con la modificación de dos concretas condiciones, las funcionales y el horario de trabajo, se excepcionaba, entrando entonces en juego para la calificación jurídica un segundo criterio: el los umbrales; esto es, el relativo al número de trabajadores afectados en función del censo de la empresa. En todo caso, la configuración de una concreta decisión modificativa del empresario como individual o como colectiva tenía (y sigue teniendo) una relevante consecuencia en la intensidad o grado de la participación de los representantes de los trabajadores: mientras que, al menos en la literalidad del art. 41 ET, las modificaciones colectivas comportaban la apertura de un período de consultas con vistas a alcanzar un acuerdo, las modificaciones individuales se sustanciaban en un simple deber de notificación de la decisión adoptada a los mencionados representantes.

El RD-Ley 3/2012 ha revisado en profundidad el régimen de diferenciación entre modificaciones individuales y colectivas, suprimiendo el criterio de la valoración de la naturaleza de la fuente de fijación de la modificación o, lo que es igual, uniformando el régimen jurídico en derredor a los umbrales. Con semejante mudanza normativa, el ámbito de las modificaciones sustanciales de dimensión individual se ha ampliado en la misma dimensión en que se ha estrechado el campo de vigencia de las modificaciones de carácter colectivo. Por ilustrar el cambio con algunos sencillos ejemplos, las modificaciones de las condiciones sobre jornada de trabajo, régimen a turnos, sistema de remuneración y cuantía salarial establecidas en acuerdos o pactos colectivos se definían en todo caso y con anterioridad como modificaciones colectivas. Por consiguiente y fuera cual fuere el número de trabajadores afectados, la adopción de las mismas requería la apertura de un periodo de consultas. Tras la entrada en vigor del RD-Ley 3/2012, tan destacadas modificaciones han de entenderse como colectivas única y exclusivamente si el censo de trabajadores afectados excede los umbrales legalmente previstos.

La facultad atribuida al empresario de modificar a su libre arbitrio las condiciones de trabajo contenidas en un acuerdo o pacto colectivo constituye una violación del derecho enunciado en el segundo inciso del art. 37.1 CE, a tenor del cual la Constitución garantiza la fuerza vinculante de los convenios colectivos, entendida esta expresión como equivalente a cualquier producto o instrumento nacido del derecho a la negociación colectiva sea cual fuere la denominación atribuida por la ley o por las partes firmantes del mismo.

3. El segundo inciso del art. 37.1 CE dispone que “la ley garantizará (...) la fuerza vinculante de los convenios”. Apenas promulgado el texto constitucional, la referencia contenida en aquél pasaje a la “fuerza vinculante” de los convenios colectivos habría de plantear, en lo que aquí importa destacar, un doble orden de problemas, estrechamente vinculados entre sí en el plano de la argumentación lógica. Afectaba el primero a la estructura jurídica del precepto, a su configuración bien como norma atributiva de garantías jurídicas directamente ejercitables y protegidas desde el propio texto constitucional bien como mandato dirigido exclusivamente al legislador a fin de por éste se procediera a seleccionar, de entre las opciones posibles, el tipo concreto de fuerza vinculante de la que habrían de disfrutar los convenios colectivos. De optarse por la primera interpretación, la tarea que de inmediato tomaba el relevo, y a la que había de darse respuesta manteniendo aún el razonamiento en un terreno jurídico-constitucional, no era de menor envergadura; se trataba de interpretar el contenido sustantivo de la noción “fuerza vinculante”. De adoptarse, en cambio, la segunda de las tesis, el debate sobre la inteligencia jurídica de dicha noción experimentaba una notable relajación. El reenvío al ámbito de las decisiones del legislador de la elección de las medidas más oportunas para asegurar la fuerza vinculante de los convenios colectivos habría tenido el efecto de promover una perfecta simbiosis entre garantía constitucional y garantía legal.

En la sentencia 58/1985, de 30 de abril, el Intérprete Supremo de nuestra Carta Magna dejó dicho que la vinculabilidad de los convenios colectivos es una garantía “no derivada de la ley, sino propia que encuentra su expresión jurídica en el texto constitucional” (FJ 3º). Con ello, el TC se inclinaba de manera resuelta por atribuir una eficacia directamente constitucional a la fuerza vinculante de los convenios colectivos. Pero eludía pronunciarse, probablemente con buen criterio, sobre el contenido esencial e indisponible de esta garantía constitucional; de una garantía cuya erosión o desconocimiento viciaría de inconstitucionalidad la ley dictada por el legislador al amparo del mandato formulado en el art. 37.1 CE. ¿Qué ha de entenderse por fuerza vinculante del convenio colectivo?. Tal es, y no otro, el objetivo de las reflexiones que seguidamente se hacen.

Desde una perspectiva estrictamente formal o, mejor aún, lexicológica, la expresión utilizada por el art. 37.1 CE tuvo un carácter innovador; más aun, introdujo en el lenguaje normativo una expresión que resultaba ajeno a los usos lingüísticos de nuestro sistema jurídico así como de los ordenamientos jurídicos vecinos, entendida esta vecindad como comunidad de estructuras, principios y valores de un Estado constitucional de Derecho. No obstante y si apreciada desde una dimensión material, la novedad aportada por el art. 37.1 CE ha de considerarse de tono menor. Sea cual fuere el contenido que se le deba atribuir, la “fuerza vinculante” es un concepto que pertenece a y se inserta en la teoría de los efectos del convenio colectivo. O en otras palabras, hablar de fuerza vinculante de los convenios colectivos equivale a hablar de su eficacia jurídica, del despliegue de cambios o transformaciones que, en la realidad jurídica, va a producir la vigencia de esa autónoma reglamentación de intereses que el convenio colectivo arrastra de manera ineludible.

La natural y radical ubicación sistemático-normativa de la fuerza vinculante de los convenios colectivos en el campo de sus efectos no dice todavía nada sobre el contenido o modo de ser de esa eficacia. Pero aporta, en si misma considerada, alguna conclusión de notable interés; a saber: el mandato del art. 37.1 CE, que garantiza y ordena garantizar a la ley la fuerza vinculante de los convenios colectivos, se sitúa en un campo ajeno al de su naturaleza. Como no podía ser de otro modo, la CE ni se pronuncia ni prejuzga la naturaleza de ese acto que va a dar vida al convenio colectivo; y, menos aún, define el fundamento de dicho acto. Lo que el texto constitucional hace, desde su superioridad normativa, es, de un lado, garantizar al convenio colectivo un grado razonable y aceptable de efectividad en su cumplimiento, razonabilidad y aceptabilidad que quedan protegidas con la garantía enunciada en el art. 53.1 de la norma suprema. Y, de otro y desde esa misma superioridad y con estos condicionamientos, ordenar al legislador a que, al regular la negociación colectiva, respete dichas garantías.

Lo anterior razonado, una adecuada respuesta al interrogante anteriormente planteado exige adoptar un indeclinable presupuesto metodológico: el convenio colectivo cumple o puede cumplir una pluralidad de
funciones. La negociación colectiva es, desde luego y como ya constataron hace más de un siglo los esposos Webb, un instrumento alternativo a la contratación individual; un medio de restricción y limitación de la autonomía individual. Pero el convenio colectivo no es sólo un cauce de fijación de condiciones de trabajo; también es un medio de pacificación social, de auto-organización de las representaciones de intereses, de ordenación de las relaciones entre las partes signatarias, de participación en la gestión de las empresas, de definición del marco general de la negociación colectiva y de la conflictividad laboral o, en fin, de predeterminación negociada de eventuales intervenciones legislativas, por citar alguna de las más significativas. Innecesario resulta señalar que no todos los convenios colectivos cumplen simultáneamente este complejo y variado catálogo de funciones. Más aún, un superficial análisis de la realidad de los sistemas de negociación colectiva, nacional o extranjeros, muestra una tendencia a la diversificación de los instrumentos negociales en atención a sus funciones. Con todo y con ello, también puede convenirse que, al menos desde la óptica de la negociación colectiva apreciada en su conjunto, la función socialmente típica, aquella que, desde su aparición, ha estado siempre presente - y lo sigue estando - es la reglamentación de las relaciones laborales individuales. Tal es y no otra la función económico-social típica o, si se prefiere, la causa del convenio colectivo; la denominada por la doctrina alemana de la época fundacional del derecho del trabajo la función normativa del tarifvertrag.

Este presupuesto, el reconocimiento de la diversidad de funciones a las que sirve el convenio colectivo, ya ofrece pistas de interés para acometer la tarea de dotar de contenido sustantivo a la garantía constitucional de la fuerza vinculante del convenio colectivo, tarea ésta que ha de encararse mediante sucesivas aproximaciones. La primera y acaso la más evidente puede formularse del modo siguiente: la satisfacción por el convenio colectivo de una pluralidad de funciones ha de tener correlato en el plano de sus efectos. O expresada la idea con otro lenguaje, las mutaciones que el convenio colectivo despliega en el mundo de la realidad jurídica, a partir de su entrada en vigor, no se declinan en singular sino en plural. No hay una sola y única eficacia jurídica del convenio; la eficacia se acomoda a la función. El problema reside entonces en discernir cuál es la eficacia jurídica constitucionalmente garantizada en el art. 37.1 CE; o, por expresar la idea con mayor rigor, cuál es el contenido esencial de la fuerza vinculante, aquél que actúa como límite infranqueable, límite de los límites de los derechos fundamentales, en relación al cual el legislador ordinario, como ya se ha razonado, no puede efectuar ponderación alguna entre el derecho fundamental en cuestión y los otros bienes y derechos constitucionalmente protegidos.

Una inteligencia de la citada garantía constitucional a la luz del discurrir histórico, de las experiencias jurídicas deparadas por los sistemas jurídicos comparados y, sobre todo, de los valores que informan el Estado Social y Democrático de Derecho y que se manifiestan, en lo que aquí importa destacar, en el pluralismo social, en la tensión del ordenamiento hacia la adopción de medidas que aseguren de manera real y efectiva el principio de igualdad entre los individuos y los grupos en que estos se integran y en la propia conciencia social sobre la contribución de las instituciones encargadas de encarnar ese pluralismo y de lograr esa igualdad mediante la defensa y promoción de los intereses sociales y económicos que les son propios obliga a entender que aquella garantía no otra cosa debe significar que la protección de la función económico-social típica del convenio colectivo. El contenido esencial de la fuerza vinculante asegura a las reglas y disposiciones del convenio colectivo destinadas a regular las relaciones laborales una vinculabilidad más fuerte y diversa de la que resulta de la mera aplicación de los principios rectores de la libertad contractual; le asegura, en suma, una eficacia real y no meramente obligacional. Es aquella, la eficacia real, y no ésta, la eficacia obligacional, la única eficacia que, sin desnaturalizar ni desvirtuar la figura del convenio colectivo como un acuerdo de voluntades, como un negocio jurídico contractual nacido del poder de autonormación social, le garantiza el cumplimiento de su función típica. Mediante la protección de su fuerza vinculante, entendida como eficacia real, el art. 37.1 CE no otro objetivo hace, así pues, que tutelar constitucionalmente la propia causa del convenio colectivo.

La eficacia real dota al convenio colectivo de dos efectos (VALDES DAL-RÉ). De un lado, del efecto automático en virtud del cual las reglas establecidas en el convenio colectivo se imponen directa e inmediatamente sobre las relaciones individuales de trabajo incluidas en su ámbito de aplicación; de otro, del efecto imperativo (relativo) a tenor del cual quedan vedadas las derogaciones peyorativas del convenio colectivo mediante pactos individuales, siendo sustituidas, las que contradigan este efecto, por las homólogas del convenio colectivo que resulten de aplicación. La previsión constitucional, en definitiva, asegura a las cláusulas normativas del convenio una inderogabilidad que implica la eficacia inmediata del convenio colectivo sobre las relaciones individuales de trabajo, así como su inderogabilidad, a la que se adiciona un sistema de sustitución automática de las cláusulas deformes provenientes de la autonomía individual.

El reconocimiento de la eficacia automática e imperativa del convenio colma el contenido esencial de la garantía constitucional, conclusión ésta rica en consecuencias constructivas. Si, como ya se ha señalado, la eficacia jurídica de los convenios atiende a los efectos de estos sobre las relaciones laborales individuales, garantizando y mandando garantizar al legislador la aplicación inmediata y la inderogabilidad del contenido normativo de los acuerdos alcanzados por las partes sociales, es evidente que la Constitución no prejuzga ni predetermina la posición de los convenios colectivos en el sistema jurídico, punto éste abierto a diferentes desarrollos. La garantía de la eficacia real, entendida como contenido indisponible para el legislador en el ejercicio de sus funciones normativas, queda protegida, desde luego, por la caracterización del convenio colectivo como una norma jurídica, por su incardinación en el sistema formal de fuentes del Derecho y su consideración de fuente de derecho objetivo; pero esa garantía también es compatible con la configuración del convenio colectivo como un contrato, pues la eficacia imperativa del convenio, seguro, y probablemente también la eficacia inmediata, son técnicas al servicio de la solución de las eventuales antinomias que se producen entre dos de los grandes cauces (autonomía colectiva y autonomía individual) idóneos para disciplinar las relaciones laborales individuales. Dicho en otros términos, los atributos de la eficacia inmediata e imperativa de los convenios colectivos no están ligados “por necesidad lógica al presupuesto de la inserción de éstos en el sistema formal de las fuentes del Derecho” (MENGONI). Por lo demás, es ésta una apreciación que puede corroborarse en plenitud mediante el fácil procedimiento de observar las experiencias jurídicas de nuestro similar entorno cultural. La eficacia inderogable es un efecto del convenio colectivo compartido no sólo, y lógicamente, por los ordenamientos en los que el acuerdo colectivo se encuentra incorporado al sistema formal de fuentes del Derecho; también lo es en aquellos otros en los que el convenio es un contrato o pacto privado colectivo.

4. Apenas promulgada la ley de desarrollo del texto constitucional, el ET, el debate doctrinal sobre la fuerza vinculante del convenio colectivo incorporará un nuevo debate. La aparición y ulterior consolidación de un tipo de convenio colectivo, negociado sin atenerse a las reglas de forma y de fondo establecidas en el Título III de aquél texto legal y, por lo mismo, prontamente identificado como convenio colectivo “extraextatutario”, modifica de manera sustancial las bases de ese nuevo debate. La brusca irrupción en el sistema español de relaciones laborales de esta inesperada manifestación de la autonomía contractual enriquece, al tiempo que complica, la discusión. Esta no sólo se centrará en discernir la eficacia del art. 37.1 CE y, en su caso, aclarar el contenido esencial de la garantía constitucional de la fuerza vinculante. Al margen de estos dos problemas, surge un tercero, consistente en determinar el ámbito objetivo de protección de la garantía constitucional.

La restricción de la garantía constitucional de la fuerza vinculante a los convenios colectivos de eficacia general suele fundamentarse con el auxilio de alguna de estas tres tesis. La primera tesis, que es la menos refinada desde el punto de vista de la construcción constitucional, se asienta sobre un sencillo silogismo: el art. 37.1 CE no otra significación tiene que la de mandatar al legislador a que garantice la eficacia de los convenios (premisa mayor); el ET sólo atribuye fuerza vinculante, entendida como eficacia normativa, a los convenios colectivos que disciplina (premisa menor), luego los no regulados por la ley que ha procedido a desarrollar aquél mandato quedan extramuros de la garantía constitucional (conclusión). La segunda tesis no niega efectos directos al art. 37.1 CE, pero sostiene que de tales efectos no puede derivarse la consecuencia de reconocer fuerza vinculante ex Costitucione a otro convenio distinto de aquél que el legislador ha establecido. En el sentir de los defensores de esta tesis, la opción del legislador por garantizar la fuerza vinculante a un tipo concreto de convenio colectivo ni elimina ni excluye la posibilidad de otras manifestaciones de la autonomía colectiva privada, no reconocidas legalmente. Pero el ejercicio de esta autonomía al margen de la ley “sólo es eso; un ejercicio de autonomía contractual en el marco de libertad que el ordenamiento en cada momento reconozca”, de modo que, más allá de esa libertad, no cabe deducir “incidencia jurídica alguna en la eficacia o vinculabilidad interpartes del convenio colectivo irregular o extraestatutario” (RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER). La tercera tesis, de factura rigurosamente formalista, desplaza el centro de gravedad de sus argumentos desde el plano de las garantías sustantivas del art. 37.1 CE al plano de la noción de convenio colectivo. De conformidad con ello, la tutela de la fuerza vinculante no alcanza al común género de los pactos colectivos, sino a una especie muy concreta de este género: el convenio colectivo. Sobre la base de una argumentación de este tenor, fundamentada en los datos que facilita la legislación vigente, la ulterior atribución al convenio legal, al de eficacia general, del nomen iuris de convenio colectivo y la asignación a los demás productos negociales diferentes, sean convenios colectivos pero de eficacia limitada o tengan eficacia general pero sean acuerdos o pactos colectivos, y no convenios colectivos, sirve y basta para explicar las razones por las que éstos últimos no pueden acceder a la garantía constitucional de la fuerza vinculante.

No es cuestión ahora de entrar en polémica con todas y cada una de estas tesis. Lo que verdaderamente importa destacar es que la jurisprudencia constitucional ha tenido oportunidad de pronunciarse en distintas ocasiones sobre el ámbito de protección de la garantía constitucional de la fuerza vinculante, resultando decisiva a estos efectos la doctrina sentada por la sentencia TC 121/2001, de 4 de junio, que en verdad no hace sino reiterar, para el caso a examen, una orientación ya mantenida en anteriores resoluciones (entre otras, sentencias 73/1984, de 11-7; 98/1985, de 29-7; 57/1989, de 16-3 y 108/1989, de 8-6).

En el referido pronunciamiento, en el de 4 de junio de 2001, el TC se planteó la cuestión de determinar el alcance y eficacia jurídica de un acuerdo de empresa, denominado “plan de viabilidad”, suscrito entre una sección sindical y una determinada empresa y cuyo contenido versaba sobre una pluralidad de cláusulas, entre otras acciones de saneamiento financiero, plan de reducción de gastos y marco de relaciones laborales. Esta pluralidad y complejidad de las materias, no impedirá al TC calificar al citado acuerdo de empresa como un instrumento nacido de la autonomía negocial. Por utilizar sus propias palabras:

“Este carácter complejo y plural del que aparece dotado el pacto controvertido impide una consideración conjunta del mismo, al mezclarse en él materias que caen en el ámbito de las decisiones de gestión económica empresarial con otras de contenido típicamente laboral. No obstante, (...) la llamada por la empresa a sujetos colectivos para participar en su conclusión, así como la repercusión socio-laboral de las materias objeto del acuerdo, sirve para modalizar su naturaleza y lo convierte en un típico producto de la negociación colectiva, sometido, por tanto, a las reglas, principios y límites constitucionalmente definidos, entre otros, aquellos derivados del libre ejercicio del derecho de libertad sindical” (párrafo segundo, FJ. 5º).

Por si la doctrina que se viene de transcribir no fuera suficientemente clara y contundente, las reflexiones del TC ahondarán y profundizarán aun más, si cabe, en la misma tesis; a saber, en el reconocimiento de la garantía de la fuerza vinculante a todo instrumento nacido del derecho a la negociación colectiva, aun cuando ni entre en la categoría de convenio colectivo ni su eficacia personal sea la propia de los convenios colectivos estatutarios o, lo que es igual, la eficacia general o erga omnes. En tal sentido, el párrafo tercero del FJ 5º razonará del tenor literal siguiente:

“El resultado de esta actividad negocial no ha dado como resultado, en este caso, un convenio colectivo estatutario que busque establecer una regulación general aplicable al grupo de empresas al carecer de los requisitos que legalmente se imponen para su válida constitución. El Acuerdo entra, por ello, de lleno en el ámbito de los que la jurisprudencia y la doctrina han venido en denominar pactos extraestatutarios o de eficacia limitada (...). Tales pactos, que se encuentran amparados por el art. 37 CE, en cuanto garantiza el derecho a la negociación colectiva entre los representantes de los trabajadores y los empresarios, carecen de eficacia personal erga omnes (...)”.

En definitiva, la doble garantía constitucional enunciada en el art. 37.1 CE – la que asegura a los sujetos colectivos un espacio vital para la autorregulación de sus intereses recíprocos e igualmente asegura a los productos derivados de ese derecho de fuerza vinculante – tiene un alcance general, comprendiendo en su ámbito protector a la integridad de los instrumentos pactados por los representantes de los trabajadores y empresarios en el ejercicio de su derecho a la libertad negocial, sea cual sea su eficacia – general o limitada – y sea cual fuere la denominación asignada, convenio y acuerdo, construida sobre la base de un elemento accidental, cual es el contenido de lo pactado: general o con vocación de regular la totalidad de las condiciones de trabajo (convenio colectivo) o singular, destinado a tratar una materia o un grupo de materias dotadas de cierta homogeneidad.

5. Los anteriores razonamientos tiñen la regulación establecida en el art. 41 ET de una incontrovertida inconstitucionalidad. La facultad que dicho precepto confiere al empresario de modificar de manera unilateral, incluso en contra del parecer de los representantes de los trabajadores, las condiciones de trabajo establecidas en un acuerdo o pacto colectivo, enunciadas a título de ejemplo en el ordinal 1 de dicho pasaje legal, entre las cuales se encuentran materias de tanta relevancia jurídica como la jornada de trabajo o la cuantía salarial, no es en modo alguno compatible con la garantía de la fuerza vinculante que el art. 37.1 CE reconoce a todo producto negocial.

En tal sentido y como se ha razonado, el contenido esencial de dicha garantía comporta la atribución a cualquier instrumento nacido de la negociación colectiva “entre representantes de los trabajadores y empresarios”, sea cual sea la eficacia personal y el contenido del mismo, de una eficacia automática e imperativa, segunda vertiente ésta de aquella garantía que es la que, precisamente, vulnera de manera frontal y abierta la facultad empresarial regulada en el tan citado art. 41 ET.

Irrelevante resulta a estos efectos la denominación legal del instrumento como acuerdo o pacto colectivo, pues, como se ha tenido oportunidad de argumentar, la jurisprudencia constitucional extiende la garantía de la fuerza vinculante del convenio colectivo a cualquier producto negocial, sea cual sea su nomen legis o su eficacia personal. E igual significación de irrelevancia ha de asignarse a que, conforme a lo previsto en el precepto legal a examen, el legítimo ejercicio de dicha facultad quede condicionado a la concurrencia de probadas razones económicas, técnicas, organizativas o de producción, entendiendo por tales, tras la aprobación del RD-L 3/2012, las relacionadas con “la competitividad, la productividad u organización técnica o del trabajo en la empresa”.

Como acontece con la regulación establecida en el art. 82.3 ET, cuya inconstitucionalidad fue argumentada en el motivo tercero del presente escrito, el art. 41 también convierte en regla general lo que ha de entenderse como excepción, confundiendo como interés general lo que en principio ha de ser tratado como un estricto y subjetivo interés particular de titularidad del empresario. En un sistema jurídico como el español, en el que toma asiento constitucional la cláusula del Estado social y democrático de Derecho, la mejora de la competitividad o de la productividad de una empresa no puede en modo alguno calificarse, sin más, como un objetivo de interés general. Desde luego, tales objetivos se encuentran amparados por la libertad de empresa (art. 38 CE); pero ni a este ni a ningún otro derecho cívico o fundamental puede atribuírsele, como ha hecho notar hasta la saciedad nuestra jurisprudencia constitucional, al entrar en conflicto con otro, una prioridad o preeminencia aplicativa. Semejante conflicto ha de resolverse con criterios de proporcionalidad. Y no atiende en modo alguno a este principio la regla jurídica que, como sucede con el art. 41.1 ET, sacrifica con criterios de generalidad uno de los derechos constitucionales a confrontación.

Por todo ello, la facultad del empresario ex art. 41 ET de modificar de manera unilateral e, incluso, en contra del parecer de los representantes de los trabajadores las condiciones de trabajo establecidas en un acuerdo o pacto colectivo ha de estimarse vulneradora del art. 37.1 CE. Y por lo mismo, ha de ser anulada.

MOTIVO SÉPTIMO DE INCONSTITUCIONALIDAD: LA VULNERACIÓN DEL DERECHO A LA NEGOCIACIÓN COLECTIVA Y A LA LIBERTAD SINDICAL, RECONOCIDOS EN LOS ARTÍCULOS 37.1 Y 28.1 CE (por restringir sin causa razonable la libertad de estipulación de los sindicatos más representativos y representativos de sector)

1. El art. 14.3 del RD-Ley 3/2012 ha procedido a revisar el contenido del art. 84.2 ET. Limitando las reflexiones a lo que aquí importa, la versión inmediatamente anterior de ese precepto estatutario, la introducida por el RD-Ley 7/2011, estableció una segunda regla especial en la solución de los conflictos de concurrencia entre convenios colectivos, a añadir a la regla general vigente desde el ET-1980 y a la regla especial, incorporada por la Ley 11/1994.

En concreto, el párrafo primero del revisado art. 84.2 vino a reconocer una prioridad aplicativa al convenio de empresa, respecto del convenio sectorial, sea cual fuere el ámbito territorial de éste: estatal, autonómico o provincial. De su lado, el párrafo segundo de ese mismo precepto extendió esta prioridad a los convenios de grupo de empresa o de pluralidad de empresas vinculadas por razones organizativas o productivas y nominativamente identificadas.

La atribución a este grupo de convenios colectivos de una prioridad de paso frente al convenio sectorial anterior no se configuró, sin embargo, en términos incondicionados o absolutos; antes al contrario, la norma reguladora enunció un doble y acumulativo límite. De un lado, la paralización aplicativa del convenio sectorial quedó sujeta a la inexistencia de un acuerdo o convenio colectivo, estatal o de comunidad autónoma, que hubiere establecido estipulaciones distintas bien sobre la estructura contractual aplicable en el sector – por ejemplo, calificando la empresa como un nivel negocial no apropiado - bien sobre la régimen de solución de conflictos de concurrencia entre convenios de distinto ámbito en el concreto sector. En suma, la nueva regla especial, que vino a excepcionar al juego del principio de no-afectación (art. 84.1 ET), podría aplicarse en defecto de pacto celebrado en el marco del art. 83.2 ET, rigiendo, así pues, con un carácter supletorio. En otras palabras, su eficacia normativa podría activarse, transformándose de norma de segundo grado en norma de primer grado, en ausencia de cláusula en contrario contenida en un instrumento contractual, convenio o acuerdo, de los negociados de conformidad con el pasaje legal mencionado.

Pero además de regla supletoria, la preferencia de paso conferida a este grupo de convenios fue objeto de una segunda limitación, de naturaleza material ahora. Dicha preferencia no se configuró como una preferencia concedida al convenio colectivo en su integridad sino, restringidamente, a las materias expresamente listadas en el propio art. 84.2 ET.

El RD-Ley 3/2012 ha alterado la regulación tan sumariamente descrita, actuando en un doble y combinado frente normativo. En primer lugar, ha suprimido de la literalidad del art. 84.2 ET la referencia a la posibilidad de condicionar la prioridad aplicativa de los dos niveles negociales ahí mencionados (el de empresa y el de una pluralidad de empresas vinculadas por razones organizativas o productivas) a la inexistencia de pacto en contrario formalizado en el marco del art. 83.2 ET. En segundo lugar, ha procedido a configurar de manera expresa la citada regla de solución de los conflictos de concurrencia como una regla de orden público, clausurada a la actividad contractual colectiva. Por enunciarlo en sus propios términos: “los acuerdos y convenios a que se refiere el art. 83.2 no podrán disponer de la prioridad aplicativa prevista en este apartado”.

La consecuencia inmediata del cambio legislativo que se viene de comentar es la privación a las organizaciones sindicales y a las asociaciones empresariales más representativas, de ámbito estatal o autonómico, de la libertad de pactar, en un sentido acorde a sus intereses recíprocos, las reglas reguladoras tanto de la estructura negocial como de la solución de los conflictos de concurrencia entre convenios colectivos que han de regir en un determinado sector o en un concreto ámbito territorial de alcance interprofesional.

La anterior consecuencia vulnera de manera frontal y abierta el derecho constitucional a la negociación colectiva, en relación o conexión con el derecho de libertad sindical en su vertiente de derecho de actividad colectiva, reconocidos, respectivamente, en los arts. 37.1 y 28.1 CE. En las reflexiones que siguen se fundamentará la citada vulneración constitucional, resultando de todo punto pertinente comenzar por razonar la naturaleza relacional del art. 37.1 con el art. 28.1, ambos del texto constitucional.

2. A lo largo del ejercicio de su función jurisdiccional de naturaleza constitucional, el TC ha tenido la oportunidad de ir elaborando una doctrina, hoy plenamente consolidada, acerca de las relaciones entre autonomía negocial y libertad sindical., no resultando difícil descubrir un cuerpo de criterios orientados y dirigidos a un claro objetivo: la protección negociadora o, si se prefiere, “la tutela del sindicato como agente negociador” (GARCIA MURCIA).

De un examen de conjunto de la doctrina constitucional enunciada, se advierte de inmediato que la misma es el resultado de un complejo, pausado y articulado proceso de interpretación asentado en dos ejes sustantivos, la configuración del derecho a la negociación colectiva como contenido esencial de la libertad sindical y la consideración del sindicato como único agente negociador cubierto por la libertad sindical, y un eje procesal: el acceso del derecho a la negociación colectiva a la protección dispensada por el amparo constitucional. O por decirlo con la consolidada dicción del propio TC: “la libertad sindical comprende inexcusablemente aquellos medios de acción sindical, entre ellos la negociación colectiva, que contribuyen a que el sindicato pueda desenvolver la actividad a la que está llamado por la CE” (entre otras muchas, sentencias TC: 9/1988, de 25-1, FJ 2º; 51/1988, de 22-3, FJ. 5º; 127/1989, de 13-7, FJ. 3º; 105/1992, de 1-7, FJ. 3º; 208/1993, de 28-6, FJ. 4º; 74/1996, de 30-4, FJ. 4º; 107/2000, de 5-5, FJ. 6º; 121/2001, de 4-6, FJ 2º, y 238/2005, de 26-9, FJ. 3º). O por enunciar la misma idea de manera más sumaria: “la negociación colectiva es un medio necesario para el ejercicio de la libertad sindical” (sentencia TC 98/1985, de 29-7, FJ.3º).

Centrando la atención en lo que aquí interesa, puede convenirse que la configuración del derecho a la negociación colectiva como contenido esencial de la libertad sindical -. y la afirmación también es predicable del acceso de este derecho a la tutela del recurso de amparo – es un criterio que el TC ha ido elaborando de manera progresiva y simultánea.

Los primeros pronunciamientos del TC en la materia van a estar dominados, más que por las incertidumbres en instituir esa configuración, por la prudencia en fijar el ensamblaje entre actividad contractual y libertad sindical. El TC no desconocerá la pertenencia de la negociación colectiva a la vertiente funcional de la libertad sindical; pero, en un principio, preferirá sugerirlo o apuntarlo más que razonarlo y desarrollarlo. La sentencia 4/1983, de 28 de enero, ilustra esta orientación al afirmar: ”no corresponde, pues, a este Tribunal pronunciarse sobre el sistema de negociación colectiva, sino en la medida en que afecte al derecho de libre sindicación” (FJ. 3º)”. Esta misma línea de prudencia se observará, igualmente, en la sentencia 118/1983, de 13 de diciembre, que dirá: “no habrá inconveniente, a los meros efectos dialécticos, considerar vulnerado el derecho a la negociación colectiva, pero lo que no resulta posible es afirmar, sin otras precisiones adicionales, que toda infracción del art. 37.1 CE lo es también del art. 28.1, de forma que aquella fuera siempre objeto del amparo constitucional” (FJ. 3º).

Estas precisiones adicionales van a efectuarse en la importante sentencia 73/1984, de 27 de junio, que procede ya a definir el derecho a la negociación colectiva como contenido esencial de la libertad sindical: “Este Tribunal ha declarado ya en numerosas ocasiones que forma parte del derecho fundamental sindical el derecho de los sindicatos al ejercicio de las facultades de negociación (...). Ello no es sino consecuencia de una consideración del derecho de libertad sindical que atiende no solo al significado individual consagrado en el art. 28.1, que incluye (...), sino a su significado colectivo, en cuanto derecho de los sindicatos al libre ejercicio de su actividad de cara a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios” (FJ. 1º). La consecuencia de esta conexión será muy relevante: toda actividad tendente a entorpecer o impedir la negociación colectiva puede entrañar, al tiempo, una vulneración de la libertad sindical (entre otras muchas, sentencias TC: 98/1985, de 29-7, FJ. 3º; 39/1986, de 31-3, FJ. 3º; 187/1987, de 24-11, FJ. 4º; 51/1988, de 22-3, FJ. 5º; 127/1989, de 13-7, FJ. 3º; 105/1992, de 1-7, FJs. 2º y 5º; 164/1993, de 18-5, FJ. 3º; 135/1994, de 9-5, FJ. 3º; 95/1996, de 29-5, FJ. 5º; 145/1999, de 22-7, FJ. 3º; 80/2000, de 27-5, FJ. 4º, y 238/2005, de 26-9, FJ 3º).

En el terreno en el que se han instalado las anteriores reflexiones, una última aun resulta obligada. El art. 37.1 CE atribuye la titularidad del derecho a la negociación colectiva “a los representantes de los trabajadores (y empresarios)”, empleando así una expresión comprensiva, al menos en una primera impresión, de sujetos colectivos diferentes. Una vez sentada la conexión entre autonomía negocial y libertad sindical, el TC hubo de afrontar una segunda cuestión, consistente en elucidar cuáles, de entre esos sujetos, podían impetrar el amparo constitucional frente a una eventual lesión de la libertad sindical (recte: de la negociación colectiva, entendida como contenido esencial de ese derecho fundamental).

La respuesta dada por la jurisprudencia constitucional es bien conocida. A partir de una configuración subjetiva u orgánica del derecho de acción sindical, en lugar de funcional, el TC concluirá entendiendo que solo el sindicato-asociación es titular de los derechos de libertad sindical ex art. 28.1 CE y solo el puede, por lo mismo, invocar la violación del derecho a la negociación colectiva como contenido esencial de la libertad sindical (entre otras, sentencias TC 73/1984, citada; 9/1986, de 21-1; 39/1986, de 31-3 187/1987, de 24-11: 184/1991, de 30-9; 213/1991, de 11-11, y 222/2005, de 12-9).

3. La CE alude de manera expresa y directa a la negociación colectiva en su art. 37.1, a tenor del cual “la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios colectivos”. Como ya ha habido ocasión de hacer notar en otro lugar del presente escrito, el reseñado precepto instituye, a favor de la autonomía negocial, una doble garantía, entendida la expresión no sólo en un sentido material, relativo a la dualidad de materias garantizadas, sino, adicionalmente, en un sentido formal: la Constitución garantiza, al tiempo que mandata garantizar a la ley, tanto el derecho a la negociación colectiva como la fuerza vinculante de los convenios colectivos (VALDES DAL-RÉ).

El art. 37.1 CE adopta la estructura lógico-formal propia de las normas iusfundamentales: enuncia un derecho, prefigurando algunos de sus elementos. Es indiscutible, sin embargo, que la CE no contiene un modelo cerrado sobre ninguno de los elementos del derecho de negociación colectiva objeto de regulación; admite, antes al contrario, plurales variantes y opciones, correspondiendo al legislador ordinario, en el ejercicio de sus funciones, elegir una de entre ellas.

La libertad de la que dispone el legislador ordinario en el desarrollo del derecho a la negociación colectiva no es, sin embargo, una libertad absoluta. O enunciada la idea en términos menos sumarios, la ausencia de un catálogo de opciones de política de derecho que, de manera definitiva, definan, desde el art. 37.1 CE, algunos de los elementos esenciales del sistema español de negociación colectiva ofrece al legislador ordinario unos anchos márgenes de libertad normativa. Pero no es ésta una libertad plena o incondicionada; es una libertad que ha observar ciertos límites, que son los que actúan, desde una perspectiva constitucional, como límites a la acción legislativa.

En breve se intentará predeterminar estos límites. Pero antes resulta de todo punto volver sobre la doble garantía enunciada por el art. 37.1 CE, la cual se encuentra doblada desde el punto de vista de la fuente de protección: el texto constitucional actúa como fuente atributiva directa de ciertas garantías, al tiempo que ordena a la ley desarrollarlas e integrarlas.

El objeto de la garantía de ambas fuentes, de la constitucional y de la legal, es el mismo; pero difiere en su alcance. Lo que la CE garantiza, desde su superioridad, es, de un lado, el derecho a la negociación colectiva, entendido como un ámbito de libertad de organización y acción, y, de otro, la fuerza vinculante del convenio, articulada mediante una especial protección conferida a los efectos del resultado negocial. Pero el mandato formulado en el art. 37.1 CE no queda reducido al reconocimiento de estas garantías subjetivas. Su alcance va más allá, pues aquél pasaje constitucional impone al legislador el deber de adoptar acciones positivas que, en esquemática síntesis, procuren promover de manera activa, real y efectiva la negociación colectiva y sus resultados. Por este lado, el art. 37.1 CE adopta una estructura jurídica compleja.. Por una parte, instituye un conjunto de reglas, que vinculan a todos los poderes públicos (art. 53.1 CE) y que están dotadas de eficacia normativa directa e inmediata; esto es, que formulan garantías subjetivas. Por otra, enuncia una garantía institucional, que exige del legislador una intervención encaminada a asegurar la efectividad del derecho a la negociación colectiva y a la fuerza vinculante del convenio; una intervención que la propia Constitución considera como complemento indispensable para garantizar el ejercicio del derecho de libertad que formula (RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER).

Esta doble estructura del art. 37.1 CE no puede dejar de tener su lógico reflejo en el ámbito legislativo. En la medida en que este precepto de rango constitucional formula unas garantías subjetivas, su ley de desarrollo, que fue y sigue siendo el Título III del ET, ha de respetarlas. Pero en cuanto dicho precepto formula, adicionalmente, una garantía institucional, el legislador se encuentra activamente obligado a adoptar y poner en funcionamiento aquellas medidas que incentiven la actividad contractual colectiva. La garantía institucional en que se concreta el derecho a la negociación colectiva empeña al poder legislativo a instituir los presupuestos necesarios para que la negociación colectiva pueda cumplir de manera razonable la constelación de funciones que le son propias y que, de seguro, no se agotan en la fijación de condiciones de trabajo.

4. Centrando exclusivamente la atención en el inciso inicial del art. 37.1 CE, que es en el que se consagra el derecho a la negociación colectiva, no estará de más dejar sentado, desde un principio, que su sentido primero y esencial es el de haber procedido a la juridificación formal de la autonomía negocial o libertad contractual, entendida la expresión como un sistema de reglas de acción y de organización a través de las cuales “los representantes de los trabajadores y empresarios” (así como los representantes de estos últimos) defienden, en un Estado social y democrático de Derecho, los intereses económicos y sociales que les son propios. La garantía constitucional del derecho a la negociación colectiva se sustancia así “en un derecho de libertad” que, ejercitable fundamentalmente frente al Estado, “protege a las partes sociales frente a eventuales interferencias o limitaciones” no justificadas desde una perspectiva constitucional (RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER). El tan repetido art. 37.1, en suma, sanciona un ámbito de libertad cuyo objeto de imputación no es sólo el procedimiento o el cauce de expresión formal de un poder de autorregulación social sino, más ampliamente, el conjunto de derechos que, en un sistema democrático de relaciones laborales, aseguran la autonomía colectiva.

Dotado de una estructura jurídica de notable complejidad, el catálogo de las facultades asociadas al derecho de negociación colectiva es muy variado, pudiendo agruparse, en atención a su grado de conexión con el sistema de negociación colectiva, en internas y externas o instrumentales (VALDES DAL-RÉ). Aquellas primeras son las que organizan la negociación colectiva, encontrándose jurídicamente vinculadas a ella y careciendo su ejercicio, por tanto, de sustantividad y autonomía propia extramuros del sistema negocial; éstas otras, en cambio, tienen una vida jurídica separada e independiente del derecho a la negociación colectiva, pudiendo, en un momento dado, contribuir a reforzarlo o apoyarlo. Típicos ejemplos de facultades instrumentales son el derecho de huelga (art. 28.2 CE), el derecho a la promoción de conflicto colectivo (art. 37.2) o, en fin, los derechos de información. En todo caso, este conjunto de facultades, internas y externas, define el espacio vital de la negociación colectiva, preservando su ejercicio (su procedimiento y su resultado) de injerencias, intromisiones y controles procedentes de los poderes públicos.

No son estos momento ni lugar apropiados para proceder a identificar de manera nominativa las facultades internas al derecho de negociación colectiva, bastando señalar, a los efectos que aquí interesa, que en esta categoría se integra, sin sombra de incertidumbre, la libertad de estipular o, si se prefiere, de seleccionar las materias objeto de negociación y dotar a éstas de un contenido sustantivo.

Desde luego, la libertad de estipulación o de contratación en sentido estricto no es una libertad absoluta. En relación a la misma, el legislador ordinario puede efectuar ponderaciones entre dicha libertad y los otros derechos y bienes constitucionalmente protegidos y, por lo mismo, introducir restricciones. En última instancia, la razón de las eventuales limitaciones se debe a que la consagración constitucional de la negociación colectiva no ha llevado aparejado el desapoderamiento normativo del Estado en materia laboral o, lo que es igual, no ha atribuido a la autonomía colectiva un monopolio normativo en esta materia. Uno y otra concurren en la transcendental tarea de ordenar el campo de las relaciones laborales, individuales y colectivas, correspondiendo a ambos el cumplimiento de sus cometidos constitucionales en términos tales que ni la intervención de ley aborte toda iniciativa normadora a “los representantes de los trabajadores y empresarios” ni la negociación colectiva clausure al Estado la posibilidad de regular las relaciones sociales que el ordenamiento laboral juridifica. Y ésta regulación puede efectuarse de manera bien compartida bien exclusiva, perteneciendo al ámbito de las facultades del Estado – es decir, a la norma estatal - la elección de la regla de reparto competencial por razón de la materia en atención a los deberes que sobre él recaen de defender, con criterios de universalidad, los derechos, bienes y valores constitucionalmente consagrados, tales como el principio de igualdad, la tutela de los trabajadores o el progreso social.

5. La nueva regla enunciada en el art. 84.2 ET, según la redacción introducida por el RD-Ley 3/2012, a tenor de la cual los convenios de empresa gozan de una prioridad aplicativa absoluta frente a los convenios colectivos sectoriales, sea cual fuere su ámbito, constituye una restricción que vulnera la libertad de estipulación, en su condición de manifestación interna de las facultades protegidas por el derecho a la negociación colectiva constitucionalmente consagrado en el art. 37.1 CE. Pero adicionalmente y en la medida en que dicha restricción afecta a los sindicatos más representativos o representativos del sector, la citada regla también lesiona la libertad sindical reconocida en el art. 28.1 CE.

Por lo pronto, el art. 84.2 ET regula como una norma de orden público o, si se prefiere, de derecho necesario absoluto, sustraído a la disponibilidad de la propia autonomía negocial, la prioridad aplicativa de los convenios de empresa. En virtud de lo dispuesto en el reseñado precepto, esta regla de solución de conflictos de concurrencia goza así del nivel máximo de protección que el legislador puede otorgar a una disposición de origen legal; aquél que veda o proscribe a la negociación colectiva no ya establecer regulaciones menos favorables sino, con mayor intensidad, volver a regular la materia previamente tratada en dicha disposición legal.

Las normas de derecho necesario absoluto no constituyen una tipología de reglas laborales desconocida en nuestro ordenamiento laboral; pero sí forman parte de una categoría excepcional, ya que, de convertirse el derecho necesario absoluto en regla general, el derecho a la negociación colectiva constitucionalmente consagrado quedaría literalmente asfixiado o, por formular la idea en otras palabras, se habría privado a las organizaciones sindicales de una de las más relevantes manifestaciones del derecho de libertad sindical, en su vertiente de derecho de actividad. En todo caso, el atributo de excepcionalidad predicable de las normas legales de orden público puede y debe ser valorado a través de un doble parámetro. De un lado, en un sentido cuantitativo, pues el número de tales normas ha de ser reducido; de otro, en un sentido causal, dimensión ésta cuya inteligencia precisa de un mayor desarrollo.

En la medida en que este tipo de reglas, la de orden público absoluto, limita el derecho a la negociación colectiva ex art. 37.1 CE, la atribución por parte del legislador a una concreta regulación de esa naturaleza ha de estar fundada o, si se prefiere, ha de estar basada en una causa razonable y objetiva. En términos generales, la consideración de una norma como ley única – que tal es el efecto derivado del orden público absoluto -, en lugar de cómo ley mínima, ley supletoria o ley básica, tiende, en nuestro sistema jurídico, a garantizar uno de estos dos objetivos. El primero reside en la protección de un concreto derecho constitucional, como pudieran ser el derecho a la salud, a la integridad física, a la libertad de circulación o a la propia libertad sindical. Por ilustrar la idea con sencillos ejemplos, la prohibición de la admisión al trabajo de los menores de 16 años (art. 6.1 ET) o la prohibición de que los mayores de 16 años (art. 6.1 ET), menores de 18, realicen horas extraordinarias (art. 6.3 ET) preservan el derecho a la salud (art. 43 CE). El segundo objetivo consiste en asegurar la coherencia y plenitud del sistema jurídico en su conjunto, evitando reglas contrarias o contradictorias. A tal objetivo responde, por volver a citar un ejemplo, el art. 26.4 ET, que impone a los trabajadores hacerse cargos de las cargas fiscales y de seguridad social que les corresponda, sancionando con la nulidad los pactos en contrario.

Lo anterior señalado, ya puede afirmarse con contundencia que la nueva regla establecida por el RD-Ley 3/2012 carece de toda justificación razonable y objetiva o, en otros términos, es arbitraria e irrazonable. Por lo pronto, su consideración como norma de orden público no encuentra justificación en la protección de un derecho fundamental, no siendo en modo alguno invocable como tal la libertad de empresa (art. 38 CE). En el texto y contexto del art. 84.2 ET, la prioridad aplicativa conferida a los convenios de empresa no se fundamenta en razones vinculadas a necesidades de funcionamiento de la empresa, como las de carácter económico, técnico, organizativo o productivo, exigencia ésta que, en cambio, si lleva a cabo el art. 83.2 del mismo texto legal con ocasión del establecimiento del régimen jurídico relativo al descuelgue de una empresa del convenio colectivo de eficacia general que fuere aplicable en la misma. Pero es que, y aun cuando se acepte a efectos meramente dialécticos un principio de conexión entre la referida prioridad y la libertad de empresa, la solución legal tampoco podría ser tildada de constitucionalmente razonable y adecuada. Como ha señalado hasta la saciedad la jurisprudencia constitucional, la colisión entre derechos fundamentales no puede en modo alguno resolverse mediante el total sacrificio de uno y la completa preservación o protección del otro, sino – y es ello lo que precisamente no acomete la norma de urgencia contestada – mediante una ponderación de los derechos en juego efectuada a través de diversos cánones, señaladamente del de proporcionalidad.

Pero la nueva regla del art. 84.2 ET, además de no proteger derecho constitucional alguno, tampoco persigue establecer vínculos o conexiones con otros sectores del ordenamiento jurídico con vistas a asegurar la plenitud y coherencia de nuestro sistema jurídico en su conjunto. Se trata, en efecto, de una regla cuyos efectos se desarrollan y consumen en el interior del sistema de negociación colectiva, siendo, en efecto, una de las pocas manifestaciones negociales de esta naturaleza. La atribución o la denegación de una prioridad aplicativa a los convenios de empresa no pone en jaque, ni directa ni indirectamente, regla alguna perteneciente a otro sector o subsector de nuestro ordenamiento jurídico.

Huérfana pues de una justificación objetiva y razonable, la restricción a la libertad de estipulación establecida en la reforma del art. 84.2 ET contraría de manera abierta el derecho a la negociación colectiva constitucionalmente reconocido en el art. 37.1 CE.

6. La nueva regla especial que atribuye una preferencia de paso absoluta al convenio de empresa en concurrencia con convenios de sector no se limita a infringir el art. 37.1 CE. Además y como efecto conectado, la restricción a la libertad de estipulación infringe una manifestación típica de la libertad sindical: el derecho de negociación colectiva de titularidad de un sindicato.

Como ya se ha dicho y ahora se reitera, el último párrafo del art. 84.2 ET, en la versión establecida por el art. 14.3 del RD-Ley 3/2012 dispone que “los acuerdos y convenios colectivos a que se refiere el artículo 83.2 no podrán disponer de la prioridad aplicativa prevista en este apartado”.

En concreto, el precepto del mismo texto legal reenviado por el art. 84.2 ET, el art. 83.2, se ocupa de una específico contenido convencional articulado a través de las denominadas cláusulas marco o procedimentales, cuyo objetivo no es establecer una determinada condición laboral sino ordenar la propia negociación colectiva. De ahí el nomen con el que habitualmente se identifica al instrumento contractual al que dichas cláusulas se incorporan: “convenio para convenir”. Pero con independencia de su denominación, lo que importa señalar es que las estipulaciones marco traslucen la pluralidad de funciones que los productos de la negociación colectiva cumplen en la actualidad de los sistemas de relaciones laborales. La ordenación de las relaciones laborales es la función socialmente típica; pero no es la única, emergiendo otras que, como las marco, tienen como objetivo organizar, planificar y programar la negociación colectiva con criterios de autonomía y libertad. Por lo demás, entre la diversidad de las estipulaciones marco susceptibles de pactarse, ocupan un lugar privilegiado las cláusulas relativas a la estructura de la negociación colectiva, entendiendo por esta noción la identificación de los niveles dónde puede negociarse así como las relaciones existentes entre los mismos, relaciones que responder a criterios muy diversos, no necesariamente alternativos, como pueden ser el reparto competencial entre niveles o el establecimiento, por el nivel superior, de suelos que han de ser respetados por los inferiores.

No son estos momento ni lugar adecuados para entrar a examinar la compleja problemática que suscita la estructura negocial, bastando señalar que de la misma se ocupa el art. 83.2 ET, aun cuando también inciden otros pasajes legales estatutarios, no siendo necesario argumentar esta incidencia por parte del art. 84.2 dada la remisión que éste hace a aquél.

Dotado de una sistemática y de unos contenidos normativos muy sencillos, el art. 83.2 se organiza en dos párrafos. El primero se limita a reconocer la libertad de las asociaciones sindicales y empresariales más representativas, de ámbitos estatal y autonómico, de pactar en acuerdos interprofesionales “cláusulas sobre la estructura de la negociación colectiva, fijando, en su caso, las reglas que han de resolver los conflictos de concurrencia entre convenios de distinto ámbito”. El segundo párrafo, de su parte, reitera la previsión anterior, bien que previendo la negociación de esas mismas cláusulas en instrumentos contractuales de ámbito parcialmente diferente: en lugar de a través de acuerdos interprofesionales, mediante “convenios o acuerdos colectivos sectoriales”, en esos mismos ámbitos estatal o autonómico. La inclusión de este tipo de estipulaciones procedimentales en este segundo grupo de productos negociales produce, como efecto añadido, una ampliación de los sujetos negociadores: además de la participación de los sindicatos más representativos, también pueden intervenir ahora los sindicatos representativos del sector en el que se negocie.

La conexión entre la prohibición establecida en el último párrafo del art. 84.2 ET y la libertad sindical es manifiesta e irrebatible. En la medida en que los acuerdos interprofesionales o los convenios y acuerdos sectoriales solamente pueden ser pactados, en representación de los trabajadores, por organizaciones sindicales, la imposibilidad de que a través de esta vía se pueda disponer de la regla que confiere una preferencia de paso absoluta al convenio colectivo constituye una violación del art. 28.1 CE; esto es, vulnera de manera frontal la libertad sindical. En otras palabras, la privación a los sindicatos más representativos y representativos de sector de la facultad de negociar de manera plena con los agentes económicos la estructura contractual, fijando en qué niveles puede o no abrirse el trato contractual y definiendo las reglas para sustancias los eventuales conflictos de concurrencia constituye un grave impedimento u obstáculo para el ejercicio de la acción sindical que, al estar privado de fundamento constitucional, ha de calificarse como contrario a la libertad sindical y, por lo mismo, anularse.

7. Antes de dar por cerrada la argumentación de este motivo de inconstitucionalidad, no resultará impertinente traer a colación un dato fáctico, que viene a corroborar las infracciones constitucionales alegadas, poniendo de manifiesto, adicionalmente, la escasa sensibilidad del legislador de urgencia hacia las expresiones de diálogo social, articuladas a través de los denominados acuerdos en la cumbre.

Pocos días antes de promulgarse el RD-Ley 3/2012, el 25 de enero, las organizaciones sindicales y asociaciones empresariales más representativas de ámbito estatal suscribieron, como ya fue recordado en otro lugar del presente escrito, el por ellas denominado “II Acuerdo para el empleo y la negociación colectiva 2012, 2013 y 2014” (II AENC).

El capítulo I de II AENC lleva por título “estructura de la negociación colectiva”, ocupándose su cláusula 1ª de enunciar un conjunto de previsiones en la materia. En tal sentido y tras disponer que los convenios de ámbito estatal o, en su defecto, de comunidad autónoma han de desarrollar las reglas de articulación y vertebración reguladoras de la estructura negocial, “apostando de manera decidida a favor de la descentralización de la misma”, dicha cláusula enuncia, en lo que aquí interesa señalar, dos reglas. De un lado, se dispone que “los convenios sectoriales deberán propiciar la negociación en la empresa, a iniciativa de las partes”, de una serie de materias, sin perjuicio de “otras alternativas complementarias a los convenios de empresa, como son los pactos o acuerdos de empresa”. De otro, se insta al nivel negocial superior a “respetar el equilibrio contractual de las partes a nivel de empresa”.

De manera sorpresiva y, sobre todo, innecesaria, el nuevo art. 84.2 ET no solo ha dejado en letra muerta los pactos ya alcanzados en el marco del art. 83.2 ET sobre estructura negocial, arrumbándolos y abortando su aplicación futura. Al carecer de una causa objetiva y razonable, la atribución al convenio de empresa de una prioridad aplicativa incondicionada y absoluta, inmune al ejercicio de la autonomía negocial, ha de calificarse como vulneradora de la libertad de estipulación de las organizaciones sindicales. Los arts. 28.1 y 37.1, ambos CE, habilitan a las organizaciones sindicales a planificar y programas la estructura de la negociación colectiva en un sentido acorde a sus intereses, debiendo descalificarse, por inconstitucional, las formas más extremadas de dirigismo estatal, que no otra finalidad cumplen que la de restringir derechos constitucionales sin más bagaje justificativo que el que ofrece o puede ofrecer en cada momento la oportunidad política. Un comportamiento semejante, además de ser gravemente lesivo de aquellos concretos derechos, margina y desprecia principios básicos del Estado social y democrático de Derecho, entre ellos y señaladamente la principal función otorgada por el legislador constituyente a los sindicatos, en su condición de instituciones de “relevancia constitucional”: la defensa de los intereses que le son propios.

MOTIVO OCTAVO DE INCONSTITUCIONALIDAD: VULNERACIÓN DE LOS ARTÍCULOS 9.3, 14, 24 Y 35 CE POR LAS DISPOSICIONES ADICIONALES SEGUNDA (aplicación del despido por causas empresariales a los empleados públicos laborales) Y TERCERA (exclusión de las medidas de regulación suspensiva y modificativa en el empleo público) DEL RDL 3/2012.

1. En el Derecho del Empleo Público español, al igual que en Alemania, y a diferencia de lo que sucede en otros países de la Unión Europea, como en Francia (dominio del empleo estatutario funcionarial) o Italia (dominio del empleo público laboral, con algunas singularidades), está vigente un sistema mixto, en el que coexisten relaciones de trabajo sujetas al Derecho Administrativo –relaciones funcionariales profesionales- y otras sujetas al Derecho del Trabajo –relaciones de empleo público laboral-. Este modelo dual, aun con sus dificultades y también sus convergencias, ha sido avalado por el TC (STC 77/1999).

Durante mucho tiempo, ambos regímenes profesionales de empleo público han sido considerados como mónadas aisladas, como una suerte de regulaciones entendidas como compartimentos estancos, entre los cuáles existe una falla profunda. Por tanto, cabría admitir condiciones de empleo y de trabajo bien diferentes, dependiendo la opción sólo del legislador, salvo en relación a las funciones que impliquen ejercicio de potestades públicas directas o funciones de autoridad pública en sentido estricto. Sin embargo, primero la experiencia, y luego la legislación, ha venido estableciendo un intenso proceso de convergencia entre estos dos sendos estatutos profesionales de empleados públicos. El propio TCO ha evolucionado en el sentido de no concebir de modo rígido el modelo de empleo público funcionarial, abriéndose a la modernización que hoy ha experimentado la organización de la prestación de servicios públicos. A este respecto, la exigencia constitucional de un “Estatuto” para los funcionarios se ha interpretado por el TCO como la necesidad de una predeterminación legal de las condiciones de empleo y trabajo de quienes trabajan al servicio de las Administraciones Públicas, siendo la Ley la que puede, sin perjuicio del papel de la negociación colectiva, componer y recomponer ese régimen profesional.

No cabe duda, que la máxima confirmación legislativa de esta evolución en una dirección convergente, desde luego las más acorde con el espíritu y la letra constitucionales, la ofrece el Estatuto Básico de los Empleados Públicos (EBEP), Ley 7/2007, que supuso un cambio significativo, aunque no radical, del modelo precedente de empleo público. Este cambio se inicia ya desde el inicio, desde el nombre elegido para designar el colectivo ordenado con el “Estatuto”, que no es estrictamente el Estatuto de Funcionarios del artículo 103.3 CE sino de los “empleados públicos”. De este modo, aunque mantiene la dualidad como regla base, luego procede a configurar ambas relaciones profesionales de empleo público como vasos comunicantes, hasta el punto de que no sólo ha reducido intensamente las distancias entre una y otra, sino que incluso llega a establecer determinadas regulaciones como unitarias, comunes.

En consecuencia, prácticamente todas las instituciones que conforman el régimen profesional de los empleados públicos se regulan conjuntamente, sin perjuicio de que en cada caso se matice, a través de remisiones al Estatuto de los Trabajadores –y/o a la negociación colectiva-, ciertas condiciones. Esta exigencia de unidad de condiciones es total en relación a aspectos tales como la selección de personal; los derechos y deberes del personal laboral; el régimen disciplinario. Asimismo, se establecen muchas más limitaciones al ejercicio de la autonomía de la voluntad de las partes, por el respeto que exigen los principios de igualdad de trato e interdicción de la arbitrariedad –artículos 14 y 9.3 CE-.

2. Junto a esta intensa convergencia legislativa de ambos Estatutos Profesionales, hasta confluir en uno solo formalmente, el “Estatuto Básico del Empleado Público”, sin perjuicio de las diversas modulaciones legislativas que en cada caso realiza el propio EBEP, en unos casos a través de la técnica de la remisión a la legislación laboral, en otros fijando directamente las matizaciones o modulaciones por el propio EBEP –artículo 7 EBEP; artículo 51 EBEP (para la jornada y los permisos)-, se hace también evidente la conformación del empleo público laboral como una Relación Laboral Especial, tanto material como formal, aunque no se diga así de modo expreso –nominal- por el legislador

En efecto, para que ese proceso de convergencia sea creíble y eficaz, no basta sólo con incluir en un único Estatuto ambas relaciones, aunque ese Estatuto luego interiorice elementos de diversidad razonables, sino que se precisa tanto “laboralizar” parcialmente la relación profesional funcionarial, como “funcionarizar” parcialmente la relación profesional laboral. En este sentido, las muchas particularidades de la relación de empleo público laboral se vinculan a la necesidad de atender al estatuto jurídico-administrativo de quien asume la figura de empleador. Así, por ejemplo, aunque diferencia netamente entre el “derecho al cargo”, y su corolario de “inamovilidad” –artículo 14 a) EBEP- y el derecho a la “estabilidad en el empleo” –artículo 20.4 EBEP en relación al artículo 35 CE-, el EBEP establece una serie de garantías para dar solidez al derecho a la seguridad en el empleo público, en términos análogos, si bien no idénticos, al principio funcionarial. En este sentido, de un lado, el empleado laboral también tiene asignado un puesto concreto y determinado en la Relación de Puestos de Trabajo de la Administración, que no es sólo un mero instrumento técnico al servicio de la organización sino que se trata de una fuente importante de ordenación de las condiciones de trabajo. De otro, se excluye la aplicación al personal laboral de los mecanismos de movilidad funcional establecidos en el artículo 39 ET, rigiéndose por la normativa que da regulación a esta materia tanto en sede convencional como legislativa, pero para los funcionarios –artículo 83 EBEP-. Finalmente, aunque, se insiste, no existe para el empleado público laboral el derecho a la inamovilidad, sí que hay en el EBEP otras garantías fuertes de estabilidad real, como la prohibición de sustituir la arbitrariedad que supone un despido improcedente –disciplinario en el caso, pero debe entenderse general- por una indemnización –art. 96 EBEP-

Por lo tanto, la actual configuración jurídica del empleo público laboral le dota de un conjunto de garantías especiales de seguridad en el empleo, a fin de preservarlo de decisiones arbitrarias por parte de las Administraciones Públicas y asegurar en todo caso el principio de igualdad de trato. De tal modo que, para la adopción de decisiones al respecto, sean modificativas sean, incluso, extintivas, se precisa no sólo cumplir con la legislación laboral, sino también respetar, al mismo tiempo, determinadas exigencias de procedimiento administrativo. Desde esta perspectiva, se entiende, de una parte, que el artículo 15.1 d) Ley 30/1984, que se aplica a ambos colectivos y está vigente en este punto, exija que “la creación, modificación, refundición y supresión de puestos de trabajo se realizará a través de las RPT”. De otra, que, si se plantea para las AAPP, como es posible y probablemente hoy necesario en el marco de la actual situación crítica, procesos de reestructuración de personal, para ello se debe seguir vías adecuadas, expresamente establecidas al efecto, y, además, con carácter común, como son los “planes de reordenación de recursos humanos” –artículo 69.1 EBEP-. A través de ellos se garantiza una continuada adecuación de las plantillas de empleo público a las necesidades de eficacia de la prestación de los servicios y de eficiencia en la utilización de los recursos disponibles, fijando “la dimensión adecuada de sus efectivos”.

3. La lógica consecuencia de esa doble evolución legal –la convergencia sustancial de estatutos y la institucionalización del carácter especial de la relación laboral de empleo público-, y en el plano de la extinción de las relaciones de empleo público laboral, fue la conformación de una extensa doctrina jurisprudencial que o bien rechazaba la aplicación de los Expedientes de Regulación de Empleo ex artículo 51 ET al empleo público laboral o bien establecía la necesidad de respetar en todo caso, en su aplicación, las singularidades del empleador público.

En la línea objetora de la aplicación hallamos Sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia como la STSJ Cataluña 10 de julio de 1998, Comunidad Valenciana 12 de diciembre de 1997. En la dirección moduladora, cabe citar las SSTTSJ Andalucía/Sevilla, 9 de mayo de 1997, Castilla y León/Valladolid, de 24 de junio 2006, Cataluña 9 de marzo de 1999 o Valencia, 27 de septiembre de 2011, entre otras. En todos los casos, se desprenden con nitidez dos claves para entender las facultades de reestructuración de plantillas de las AAPP en caso de situaciones críticas o por motivos organizativos:

a) La extinción, además de estar suficientemente acreditada, debe entenderse en sentido “rigurosamente restrictivo en su aplicación”, pues no puede valorarse con una rasero idéntico a la empresa privada que al empleador público, en la medida en que éste está vinculado de forma directa a otros intereses sociales, públicos y generales.

b) En todo caso, la exigencia de conformar formalmente la voluntad de la Administración Pública precisa, a diferencia de la empresarial privada, el respeto de un procedimiento específico al efecto, que son los previstos y ya referidos, bien para la modificación de puestos en el artículo 15. d) LRFP, bien para la reorganización de plantillas –artículo 69.1 EBEP-.

4. El RDL 3/2012 irrumpe abruptamente en esta situación jurídica, dando un giro de 180 grados a la misma, sin expresar causa alguna que lo justifique, más allá de habilitar una facultad, a nuestro juicio desmedida, esto es, desproporcionada, a las AAPP para que pueda liberarse del número de trabajadores públicos laborales que tenga por conveniente al hilo de la actual crisis de financiación pública.

De un lado, la Disposición Adicional Segunda del RDL 3/2012 introduce una nueva Disposición Adicional 20ª en el ET, en virtud de la cual, se habilita a las AAPP –cuyo ámbito general se determina a través de la remisión al artículo 3.1 Ley de Contratos del Sector Público- para despedir por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción al personal laboral de tales entes del sector público conforme a los dispuesto en los artículos 51 ET –despidos colectivos- y 52. c) ET –despidos individuales o plurales-. A tal fin, se limita a hacer una traducción adaptada a grandes rasgos al sector público de los criterios fijados para las empresas privadas en tales preceptos. Así, para las causas económicas, se entiende por tales:

“Una situación de insuficiencia presupuestaria sobrevenida y persistente para la financiación de los servicios públicos correspondientes. En todo caso, se entenderá que la insuficiencia presupuestaria es persistente si se produce durante tres trimestres consecutivos”.

Por su parte, se entiende que “concurren causas, cuando se produzcan cambios, entre otros, en el ámbito de los medios o instrumentos de la prestación del servicio público de que se trate, y causas organizativas, cuando se produzcan cambios, entre otros, en el ámbito de los sistemas y métodos de trabajo del personal adscrito al servicio público”. No delimita, sin embargo, qué habría de entenderse por causas “productivas”, pese a que las cita como una causa habilitante al inicio del texto.

Pues bien, salvo la vaga referencia a la influencia del “marco de los mecanismos preventivos y correctivos regulados en la normativa de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera de las Administraciones Públicas”, por tanto hoy el artículo 135 CE y su normativa de desarrollo –LO a la que remite y que en este momentos se tramita en el Parlamento-, no contiene ninguna otra referencia el precepto legislativo para fijar el alcance de las causas que podrían habilitar a las AAPP a tomar tan drásticas decisiones. En consecuencia, tal formulación, entendida en los términos en que ha quedado enunciada la regla de habilitación legal, suscita muy serias dudas de respeto o adecuación a los derechos y principios constitucionales que deben regir esta materia. A saber:

Primero, la referencia legislativa a un concepto indeterminado como es la “situación de insuficiencia presupuestaria sobrevenida” provoca una extremada inseguridad jurídica, contraria al artículo 9.3 CE, por cuanto no hace previsible cuál es el alcance de ese criterio –ni sus motivos, ni su cuantía, ni el papel de las facultades de ampliación de ingresos en uso de las facultades a tal fin de las AAPP, según su nivel…-, con lo que deja a una amplísima libertad de decisión administrativa una cuestión tan crucial, como la extinción contractual de empleados que, sin embargo, han accedido por procedimientos objetivos.

Una situación de enunciación incierta extrema que se multiplica para el resto de causas, cuya razón de ser derivan directamente de la transcripción al empleo público de la doctrina jurisprudencial fijada para la empresa privada, donde sí tiene cabida una libertad de configuración, por dominar la libertad de empresa – siempre sometida a límites constitucionales e internacionales, como se ha puesto de relieve en otros motivos de inconstitucionalidad aquí seguidos- Pero esa libertad de configuración no puede quedar abierta hasta tal punto en la Administración Pública, aunque ésta goce de “potestad de autoorganización”. Recurrir a cláusulas abiertas, como “entre otros”, y criterios vagos –“cambios en los métodos de trabajo”…-, o incluso dejar sin referencia alguna otras causas, como las “productivas” –de difícil encaje, si no imposible, para las AAPP-, supone consagrar para la Administración Pública no ya una facultad de índole discrecional y unilateral –no hay una negociación auténtica de las causas, sino tan sólo un procedimiento de consulta de los efectos, como luego se dirá-, sino de plena libertad, con lo que la regulación se carga de una desmedida inseguridad jurídica, rayana en la arbitrariedad prohibida ex artículo 9.3 CE.

Si se compara esta habilitación legal con la establecida en el artículo 52. e) ET, que diseña una causa típica de extinción por causas económicas derivadas de insuficiencia presupuestaria, las diferencias son muy notables, y pone de relieve más fácilmente esta tacha de inseguridad que se predica de la nueva. Mientras en el supuesto de referencia se precisa con claridad la causa y el ámbito, en el nuevo supuesto se abre por completo el margen de decisión a lo que pueda en cada caso determinar como insuficiencia sobrevenida –concepto que tampoco se precisa mínimamente- la Administración. En consecuencia, la inseguridad jurídica extrema se traducirá en una suma inseguridad laboral para los empleados públicos, que quiebra su derecho ex artículo 35 ET

Segundo, la aplicación prácticamente tal cual, sin modulación alguna, de la nueva legislación laboral de despido económico, con un sentido liberal extremo, según la voluntad expresada por el RDL 3/2012, a la Administración Pública, sin distinción entre sector público administrativo o sector público empresarial, abre una brecha radical en la regulación entre los funcionarios públicos y los empleados públicos laborales. Si aquéllos mantienen la inamovilidad, porque no ha habido modificación alguna del EBEP –al menos formal-, éstos asumen, por la vía del despido por razones económicas u organizativas, todo el coste del eventual ajuste necesario por la insuficiencia presupuestaria. Pero esta situación puede no ser provocada por el exceso de plantilla laboral, por cuanto los desajustes económicos u organizativos podrían derivar de puestos propios de la relación funcionarial y, en todo caso, de aceptarse que la reducción de tales puestos puede influir en un saneamiento de las arcas públicas –lo que es discutible, salvo la pura obviedad de que a menos empleados, menos nóminas y, por tanto, menos gastos, pero también es verdad que eso supone menos servicios y, por tanto, ineficacia en el cumplimiento de las obligaciones asumidas por las AAPP-. Sin embargo, el legislador sólo contempla el recurso a medidas de reestructuración de plantillas laborales, ignorando que éstas se
han conformado igualmente, para los fijos, conforme a procedimientos de acceso objetivo y públicamente predeterminado, con plasmación en las citadas Relaciones de Puestos de Trabajo.

En consecuencia, una decisión legal de este tipo supone una manifiesta y extremada desigualdad de trato entre unos colectivos de empleados públicos y otros. Debe recordarse a estos efectos que, conforme a la doctrina consolidada en esta materia, tanto constitucional como del Tribunal Supremo, las AAPP no sólo se vinculan a la prohibición de discriminación sino también a la igualdad de trato. Por tanto, habrá que acudir al triple canon de objetividad, razonabilidad y proporcionalidad de la desigualdad de trato (SSTC 57/1990, 110/2004, entre otras muchas; en el mismo sentido STS, 4ª, 24 de enero de 2011). En principio, es sabido que tanto el TC como el TS admiten que la diferencia de estatutos hace admisible una diferencia de regulación entre ambos, por lo tanto, de inicio, la diferencia en sí no sería un factor de invalidez constitucional, por lo que ha de indagarse otros criterios que evidencien que la manifiesta desigualdad sea, además, constitucionalmente reprobable.

Pues bien, a nuestro juicio, en este caso, la diferencia tan extrema de trato no tiene una justificación objetiva, sino meramente subjetiva, en la medida en que la diferencia no se asienta en el tipo de puesto de trabajo, en su utilidad, en su vinculación con la medida, porque, como se ha dicho, es posible que el puesto afectado haya sido ordenado conforme a los mismos procedimientos objetivos que para los funcionariales y cuya existencia no esté en juego en orden a explicar la insuficiencia presupuestaria, por tanto tampoco la salida, el ajuste a través de esos puestos. Y, sin embargo, sólo la condición de laboral, esto es, sólo un factor “subjetivo-estatutario”, sin más referencia o conexión con la causa y la provisión de los puestos, bastaría para ser incluido en el ERE. Pero, incluso aceptando –que por las razones dichas entendemos no lo es- que es objetiva la diferencia, parece a todas luces irrazonable, en la medida en que, como se ha advertido, se ha eliminado cualquier conexión –que sí existía en la normativa anterior estatutaria- entre la causa económica u organizativa y los puestos concretos afectados por tales causas, por cuanto ya no es posible, al menos en el diseño legislativo, un juicio de razonabilidad de tal medida, estableciendo la conexión funcional entre los puestos afectados, las causas invocadas y las soluciones buscadas –el saneamiento de las cuentas, antes de las empresas, ahora también de las finanzas públicas-. En este sentido, incluso puede darse la irracionalidad de que las insuficiencias vengan derivadas no de un exceso de plantilla laboral, sino de plantilla funcionarial, y sin embargo, la Ley sólo hace recaer los efectos de la decisión en los laborales, con lo que sin acreditar la existencia de ese vínculo de funcionalidad quien se haría cargo del riesgo de insuficiencia presupuestaria, a tales efectos, serían los laborales

En consecuencia, y como tercer argumento de evidencia del desajuste con los principios constitucionales –también con el canon de enjuiciamiento al respecto del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que impide reglas de carácter general que generen una falla tan radical entre unos empleos públicos y otros, contrario al Derecho Antidiscriminatorio en este punto (STJCE 22 de diciembre de 2010), si bien entre funcionarios interinos y funcionarios de carrera y en relación a un tema retributivo, como la reclamación de trienios-, se
pone de manifiesto en todo caso una quiebra del principio de PROPORCIONALIDAD.

El juicio de proporcionalidad no sólo requiere que sea necesaria la medida – legitimidad-, por tanto indispensable –última ratio-, sino que, además, no haya otras medidas alternativas más adecuadas, sin que recaiga la carga sobre un colectivo solo.

Pues bien, a nuestro entender, la creación de una brecha tan extrema entre la regulación de las reestructuraciones de empleo funcionarial y las de empleo laboral en las AAPP, sin que exista ni el más mínimo vinculo funcional entre las causas que generarían el procedimiento de regulación de empleo y los puestos afectados, en este caso los laborales, supone una fragrante desigualdad de trato que, además, ni es objetiva ni, en cualquier caso, proporcionada. Al contrario, se hace de manifiesta peor condición al personal laboral respecto del personal funcionarial, cuando la pretendida causa puede estar, en el diseño legal abstracto y genérico, completamente desconectada de los puestos –que además pueden estar fijados en la correspondiente RPT- laborales, que serán, sin embargo, los únicos afectados.

Tercero, y en conexión con esta última argumentación jurídica, la selección del personal –siempre y sólo laboral- objeto de reestructuración extintiva, esto es, lisa y llanamente de despido colectivo –o individual o plural-, queda al albur de la Administración empleadora, que tendría una absoluta discrecionalidad para ello.

La legislación laboral, en la interpretación jurisprudencial de la misma hasta hoy, y no cambiará con la mayor liberalidad de la legislación vigente, ha venido atribuyendo la elección de los trabajadores afectados al empresario, que sólo quedaría limitado por la prohibición de discriminación. Esta posición se ha mantenido a lo largo del tiempo, aceptando que tal decisión «corresponde en principio al empresario y su decisión sólo será revisable por los órganos judiciales cuando resulte apreciable fraude de Ley o abuso de derecho o cuando la selección se realice por móviles discriminatorios» (SSTS, 4ª, 19 de enero de 1998 y 15 de octubre de 2003). Ahora bien, entendemos que tal lectura no es admisible en el empleo público –aunque sea laboral-, por cuanto en este caso rige el evidenciado principio de igualdad de trato, además de la vinculación a procedimientos reglados para proceder a tales decisiones.

En este sentido, si en la selección para la contratación del personal laboral se exigió, como ahora establece de modo obligatorio el EBEP, procedimiento de tipo objetivo, para asegurar los principios de igualdad, capacidad y mérito, y la objetividad es un principio que debe regir el actuar administrativo –artículo 103.1 CE-, la conclusión no puede ser otra que la de que tal selección debe realizarse de forma objetiva. Nada dice al respecto el legislador estatutario y, por tanto, la configuración como estrictamente discrecional, aunque no sea en sí misma arbitraria, ha de entenderse contraria tanto a los principios legales que rigen esta materia, sobre todo en el marco del EBEP, como de los propios principios constitucionales –igualdad de trato, actuación objetiva-. La referida eliminación legislativa del control judicial de razonabilidad y conexión funcional, hace más difícil aún la garantía de objetividad.

En este sentido, la vinculación del Juez no sólo a la Ley sino al Derecho, exige que, en aras de una adecuada ponderación constitucional de todos los valores, derechos e intereses en juego –entre otros, los de la misma ciudadanía a servicios públicos suficientes para atender bienes esenciales de la Comunidad-, se tengan en cuenta estos otros criterios a fin de racionalizar las decisiones de extinción de empleos públicos, cuya equiparación plena a la de las empresas privadas carece de razonabilidad en sí misma.

En suma, por todas estas razones, se entiende que la aplicación sin más a la Administración Pública de una libertad de despedir por causas económicas y/u organizativas, en los mismos términos que para las empresas privadas, y sin más control que un periodo de consultas administrativamente verificado, es inconstitucional si se entiende en los estrictos términos legales, por incierto –contrario al artículo 9.3 CE- y desproporcionado –contrario al artículo 14 CE-. Por lo que entendemos que no es de aplicación la doctrina constitucional –STC 87/2009- que acepta diferencia de tratamiento en procesos derivados de reestructuraciones de empleos públicos, pues en este caso no están en juego relaciones temporales –interinos- y fijos, sino relaciones fijas en todo caso. Por lo tanto, trasladar toda la carga del ajuste, sin precisión de las causas y sin la exigencia de un procedimiento previo de negociación de los puestos de trabajo a amortizar en su caso, a un colectivo, que puede, además, no ser el implicado en la causa concreta, sólo por ser laboral, resulta ilegítimo, por irrazonable y desproporcionado

En consecuencia, debería declararse directamente la inconstitucionalidad de tal precepto, por contrario a los artículos 9.3, 14, 35 y 103 CE, o bien darse una sentencia interpretativa que garantice su constitucionalidad, lo que pasaría por reinterpretar el precepto exigiendo que la decisión laboral vaya precedida, conforme a las previsiones del artículo 69 EBEP referido, del correspondiente procedimiento de reordenación de recursos humanos. Sólo a partir de él, y una vez fijados las causas reales –que en el nuevo procedimiento del artículo 51 no tiene lugar, sino sólo los efectos-, así como los puestos afectados, se abriría paso el procedimiento de regulación de empleo, de verse afectados empleados laborales, previsto en el artículo 51 –o en el artículo 52 ET-. Esta interpretación no hace de igual condición a funcionarios y laborales, cuya equiparación plena no ha sido querida por el EBEP, pero sí evita cavar una desigualdad de trato tan profunda entre unos y otros, sin que concurran razones objetivas para ello, sólo la cualidad subjetiva –laborales unos, funcionarios otros-, lo que resulta arbitrario y desproporcionado.

5. En cambio, y evidenciando la misma arbitrariedad indicada, pero ahora por las razones opuestas, la Disposición Adicional Tercera del RDL 3/2012, excluye, salvo supuestos muy residuales, la aplicación del artículo 47 ET –regulación novatoria y suspensiva de empleo público-.

La radical aplicación del régimen liberalizador extintivo privado al empleo público se combina con la radical prohibición de hacer lo propio con las regulaciones de empleo suspensivas ex artículo 47 ET. En consecuencia, por esta vía también se hace de peor condición a los empleados públicos laborales.

Conforme a un elemental principio de justicia distributiva, que la ciencia jurídica resume en el adagio latino (“regulae iuris”) “cuius commoda, eius incommoda” (deben repartirse por igual la atribución de ventajas y beneficios), si una determinada aplicación normativa te perjudica en una parte, también debería beneficiarte en otra. El principio jurídico general de proporcionalidad, canon inexorable del juicio de igualdad de trato, conforme al derecho fundamental del artículo 14 CE, que aquí se estima vulnerado, exige que para respetar la legitimidad de una regulación se requiere distribuir equitativamente, o al menos razonablemente, no sólo los riesgos –en nuestro caso de despido por ajustes organizativos- sino también los beneficios –en nuestro caso el favor por medidas de flexibilidad interna- derivados de una normativa y en atención a una determinad situación equivalente o análoga.

Precisamente, toda la razón de ser –al menos confesada, otra cosa es que el resultado alcanzado es muy diferente, contrario en realidad- de la reforma se explica por el Gobierno-legislador en la intención de sustituir el recurso a la vía extintiva –ajustes en volumen de empleo- por otra novadora –ajustes por una mayor flexibilidad de las condiciones de trabajo, esto es, una devaluación de las mismas, haciéndolas disponibles para el empleador-. En este sentido, las reformas del último trienio han ido en la línea de favorecer, mediante diferentes incentivos, el recurso al artículo 47 ET – ERES suspensivos o de reducción de la jornada, y consideración en situación de desempleo durante ese tiempo, o incluso desempleo a tiempo parcial-, en detrimento del artículo 51 ET.

En cambio, la Disposición Adicional 21ª del ET, introducida por la referida Disposición Adicional Tercera del RDL 3/2012, excluye, también sin matices y de forma absoluta, la aplicación del artículo 47 a las Administraciones Públicas, salvo el residual supuesto de que el ente público no integre sus ingresos a través de las transferencias públicas sino como “contrapartidas de operaciones realizas en el mercado”. No explica el legislador la razón de esta desigualdad de trato, pese a que sí dedica atención a explicar las razones de otras medidas para el empleo público, como las restricciones a las cláusulas de blindaje para el empleo directivo público. Por tanto, una medida de tal calibre queda huérfana de explicación.

Aunque no lo evidencia, la razón es conocida. De aceptarse esta vía, que es la preferida para los ajustes de empleo privado, la Seguridad Social, esto es, la Administración General del Estado en última instancia, tendría que asumir una parte del coste de esos ajustes, a través del pago de las prestaciones por desempleo por el Servicio Público de Empleo Estatal. Aunque se trata de un régimen contributivo y pese a la obligación de seguir cotizando que tienen los empleadores, lo cierto es que, por esta vía, una parte de los costes privados se socializan a través de esta cobertura. Siendo la razón de ser de esta reforma la reducción a toda costa del déficit público de todas las Administraciones, el Gobierno-legislador ha querido evitar que el déficit de la Seguridad Social pudiera crecer por esta vía, sin duda, presumiendo que la radical libertad que da para acudir a estas regulaciones de empleo multiplicará los reajustes de plantilla en el empleo público por esta vía.


Ahora bien, hallar la explicación no supone justificar válidamente la decisión en el plano jurídico. Al contrario, un motivo puramente económico, no puede llevar a un tratamiento de trato desigual a situaciones análogas, por cuanto ni es legítima la medida, ni resulta razonable ni mucho menos proporcionada. En este sentido, debe tenerse en cuenta que se trata de una protección social de naturaleza contributiva y, por lo tanto, un derecho de los empleados, por cuanto, a diferencia de los funcionarios públicos, estos contratos sí generan el deber de cotizar por parte de los empleadores públicos. En consecuencia, un régimen jurídico de seguridad social análogo no se traduce en una protección en el ámbito laboral equivalente, sino que, al contrario, se excluye de raíz. Lo que sirve para una vía que perjudica –laboralización plena de la relación de empleo público a efectos extintivos, desconociendo por completo que se trata de una relación especial y con limitaciones a la libertad de ajuste prevista en la norma estatutaria laboral derivadas de la prohibición de discrecionalidad en este ámbito, conforme a la norma estatutaria común-, no sirve para la que sirve de beneficio, rectius, de “mal menor”, por cuanto supone una devaluación de las condiciones de empleo y de trabajo, pero a cambio de la continuidad.

En suma, se imposibilita que las AAPP puedan acudir a una vía de reajuste temporal y menos lesivo de empleo ante situaciones de insuficiencia o crisis, o cambios organizativos, y, por tanto, se le aboca tan sólo al reajuste extintivo, que, al contrario, se ve plenamente liberado, sin perjuicio del mero periodo de consulta –este no es un supuesto de negociación colectiva estricta, como sí lo es el relativo a las RPT, conforme a la jurisprudencia más reciente del TS, Sala 3ª-, cuyas decisiones no son vinculantes para la Administración. Actuando de este modo el Gobierno-legislador, introduce un tratamiento peyorativo para el empleador público, así como para la propia Administración, que quiebra el imperativo del artículo 14 CE, sin que haya argumentos razonables, más allá de la sola razón económica de reducción del déficit público, que lo legitimen y, por tanto, incurriendo en arbitrariedad, prohibida ex artículo 9.3 CE. De ahí que se postule la inconstitucionalidad de esta previsión, de modo que si se aceptara –de no prosperar los argumentos aquí vertidos en torno a su ilegitimidad en el plano constitucional- la constitucionalidad de la aplicación de la regulación de empleo estatutaria laboral privada a la estatutaria laboral pública, no es posible entender que, en cambio, no resultan de aplicación las regulaciones novatorias, mucho más ajustadas al necesario equilibrio entre el principio de eficiencia de la Administración y el principio de estabilidad del empleo público laboral.

6. La misma infracción del art. 35.1 y 24.1 CE cabe denunciar en relación con el tratamiento del despido colectivo y objetivo del personal laboral de las Administraciones y Entidades Públicas, pues aunque es una regulación diferenciada del personal laboral de las empresas privadas, se incurre en la misma infracción constitucional al regular una causa como justificativa del cese que, en primer lugar, no tienen la entidad, objetividad y transcendencia, que justifique la razonabilidad del despido. Tampoco se permite un control judicial sobre la necesidad y razonabilidad del despido. Y como factor añadido y cualificado, por configurar el despido como la única medida a disposición de las Administraciones y entidades de derecho público excluyendo la posibilidad de utilizar mecanismos menos lesivos para el derecho al trabajo como la suspensión de contratos o la reducción de jornada. Debiendo dar por reproducidos los argumentos expuestos con anterioridad sobre la vulneración de los artículos 35.1 y 24.1 CE sobre el derecho individual al trabajo y la tutela judicial efectiva, como consecuencia de la nueva regulación de las causas de despidos colectivo y objetivo.

Según establece la nueva Disposición adicional 20 del ET- según la redacción dada por la Disposición adicional 2ª del RDL- será de aplicación el despido por las causas económicas, técnicas, organizativas o productivas a los organismos y entidades que forman parte del sector público para justificar la extinción de los contratos de trabajo, tanto por la vía del despido colectivo como del despido objetivo.

Igualmente se establece una definición específica de lo que ha de entenderse por causas económicas, y también técnicas y organizativas como se ha indicado anteriormente. Dice al efecto que: “A efectos de las causas de estos despidos en las Administraciones Públicas a que se refiere el artículo 3.1 del texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, se entenderá que concurren causas económicas cuando se produzca en las mismas una situación de insuficiencia presupuestaria sobrevenida y persistente para la financiación de los servicios públicos correspondientes. En todo caso, se entenderá que la insuficiencia presupuestaria es persistente si se produce durante tres trimestres consecutivos. Se entenderá que concurren causas técnicas, cuando se produzcan cambios, entre otros en el ámbito de los medios o instrumentos de la prestación del servicio público de que se trate y causas organizativas, cuando se produzcan cambios, entre otros, en el ámbito de los sistemas y métodos de trabajo del personal adscrito al servicio público.»

El personal laboral de las Administraciones Públicas está sometido a un régimen singular que, tanto en la CE como en la legislación de desarrollo, implica especialidades en la regulación respecto del marco aplicable al personal laboral que presta servicios para el sector privado. Su peculiaridad más relevante se manifiesta, en primer lugar, en materia de acceso al empleo público, que presupone la aplicación de los principios constitucionales de igualdad, mérito, capacidad y publicidad. Igualmente se manifiesta en el ámbito de sus derechos y obligaciones laborales, que se encuentran fuertemente moduladas por la legislación que regula el Estatuto Básico del Empleado Público. Y que igualmente incide como no podía ser de otra manera en el régimen de extinción de su contrato, lo que nada tiene que ver con un régimen de inmunidad frente al cese, sino la necesidad de que los motivos para imponer la privación definitiva del puesto de trabajo al empleado público sólo puede tener lugar por motivos perfectamente objetivados, y de suficiente entidad, razonabilidad y proporcionalidad. Canon que ha aplicado el legislador ordinario al privar a la Administración de la facultad de optar por la extinción del contrato en caso de que el despido disciplinario se declare injustificado, lo que no es una mera decisión de oportunidad legislativa, sino el reconocimiento de que el cese del personal laboral fijo, que ha accedido por mecanismos preordenados de acceso al empleo público, no puede operar en el ámbito, no ya de la arbitrariedad administrativa, sino ni siquiera en el ámbito de la mera discrecionalidad.

Y en su virtud,

SOLICITAMOS A LA DEFENSORA DEL PUEBLO, que tenga por presentado este escrito y por formuladas las consideraciones que anteceden en nombre de las ORGANIZACIONES SINDICALES MÁS REPRESENTATIVAS A NIVEL ESTATAL como son la Confederación Sindical de COMISIONES OBRERAS y la Confederación Sindical de la UNION GENERAL DE TRABAJADORES, y tras los trámites e informes oportunos, de conformidad con el Reglamento de Organización y funcionamiento del Defensor del Pueblo, aprobado por las Mesas del Congreso y del Senado, a propuesta del Defensor del Pueblo, en su reunión conjunta de 6 de abril de 1983, se acuerde por esa institución la siguiente actuación:

Se DECIDA LA INTERPOSICIÓN DE UN RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD, al amparo de lo dispuesto en el artículo 162.1.b) de la Constitución Española (CE) y en el artículo 32.1.b) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, y en el artículo 29 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo, frente al Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral (BOE del 11) por vulneración de los artículos 9.3, 14, 24.1, 28.1, 35.1, 37.1 y 86.1, de la Constitución.

                       En Madrid, a 24 de Abril de 2012.

           Cándido Méndez Rodríguez- Ignacio Fernández Toxo

             Secretario General - Secretario General

                                UGT -CCOO