Boaventura de Sousa Santos
Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y catedrático de Sociología en la Universidad de Coimbra.
La relación entre democracia y capitalismo ha sido siempre una
relación tensa, incluso de total contradicción. El capitalismo sólo se
siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica
con sus necesidades, mientras que la democracia, por el contrario, es el
Gobierno de las mayorías que ni tienen capital ni razones para
identificarse con las necesidades del capitalismo. El conflicto es
distributivo: un pulso entre la acumulación y concentración de la
riqueza por parte de los capitalistas y la reivindicación de la
redistribución de la riqueza por parte de los trabajadores y sus
familias. La burguesía ha tenido siempre pavor a que las mayorías pobres
tomasen el poder y ha usado el poder político que las revoluciones del
siglo XIX le otorgaron para impedir que eso ocurriese. Ha concebido la
democracia liberal como el modo de garantizar eso mismo a través de
medidas que pudieran cambiar en el tiempo, pero manteniendo el objetivo:
restricciones al sufragio, primacía absoluta del derecho de propiedad
individual, sistema político y electoral con múltiples válvulas de
seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las
instituciones, corrupción de los políticos, legalización de los lobbys…
Y, siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta
la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que pasó en numerosas
ocasiones.
En la inmediata posguerra, muy pocos países tenían democracia, vastas
regiones del mundo estaban sujetas al colonialismo europeo que sirvió
para consolidar al capitalismo euro-norte-americano, Europa estaba
devastada por una guerra provocada por la supremacía alemana y en el
Este se consolidaba el régimen comunista, que se veía como alternativa
al capitalismo y a la democracia liberal. Fue en este contexto en el que
surgió el llamado capitalismo democrático, un sistema consistente en la
idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo
debería ser fuertemente regulado. Ello implicaba la nacionalización de
sectores clave de la economía, la tributación progresiva, la imposición
de la negociación colectiva y hasta -como aconteció en la Alemania
Occidental de la época- la participación de los trabajadores en la
gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba
entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano
político, los derechos económicos y sociales habían sido el instrumento
privilegiado para estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para
defenderse de las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las
“señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del
conflicto distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía
todas las condiciones para azuzarlo durante las tres décadas siguientes,
cuando el crecimiento económico quedó paralizado. Y así sucedió.
Desde 1970, los Estados centrales han gestionado el conflicto entre
las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital,
recurriendo a un conjunto de soluciones que gradualmente han ido
otorgando más poder al capital. Primero fue la inflación; después, la
lucha contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del
ataque al poder de los sindicatos. Lo siguiente fue el endeudamiento del
Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, de
la estancación económica y del aumento del gasto social, a su vez,
causado por el aumento del desempleo. Lo último fue el endeudamiento de
las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un
sector financiero finalmente libre de regulaciones estatales para
eludir el colapso de las expectativas creadas de consumo, educación y
vivienda.
Así sucedió hasta que el engaño de las soluciones ficticias llegó a
su fin, en 2008, y se esclareció quién había ganado el conflicto
distributivo: el capital. ¿La prueba? El repunte de las desigualdades
sociales y el asalto final a las expectativas de vida digna de la
mayoría (los ciudadanos) para garantizar las expectativas de
rentabilidad de la minoría (el capital financiero). La democracia perdió
la batalla y solamente puede evitar perder la guerra si las mayorías
pierden el miedo, se revuelven dentro y fuera de las instituciones y
fuerzan al capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta
años.
Público.es
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