Últimamente varios políticos han recurrido a analogías desafortunadas para describir (y estigmatizar) los escraches contra los desahucios. Según esos políticos, los escraches son una típica maniobra de presión totalitaria, fascista o directamente nazi.
Como este blog lo hacemos arqueólogos interesados
en el conflicto contemporáneo, no está de más reflexionar sobre los
orígenes de este fenómeno. Esta reflexión viene a ser una forma de
arqueología (una búsqueda genealógica) de un conflicto muy
contemporáneo.
En general, se suele apuntar a Argentina y a un
momento reciente (mediados de los años 90 del pasado siglo) para situar
el surgimiento del escrache. Sin embargo, actividades políticas muy
semejantes se venían practicando en Europa desde bastante antes. El
proto-escrache (por utilizar terminología arqueológica) está,
efectivamente, relacionado con el nazismo. Pero no: no lo inventaron los
nazis. Más bien al contrario.
A partir de mediados de los años 60, muchos
activistas y ciudadanos alemanes, cansados del silencio que se había
impuesto sobre el lado más siniestro de su historia, decidieron pasar a
la acción y poner al descubierto (atención a la metáfora arqueológica)
el pasado fascista de aquellos que colaboraron activamente con el
régimen de Hitler. En algunos casos, guardias de campos de concentración
y militares de las SS habían conseguido encontrar el anonimato y vivían
tranquilamente en Alemania. En otros casos, no solo no habían
encontrado el anonimato sino que ni siquiera lo habían buscado: ocupaban
cargos prominentes en la administración o habían sido elegidos
democráticamente por sus conciudadanos (bien porque estos ignoraban su
pasado criminal, bien porque no les importaba lo más mínimo).
La actuación de estos activistas consistía en
acudir a manifestarse a casa de estos individuos (recordemos: algunos
elegidos democráticamente) para llamar la atención sobre sus
actuaciones, ponerlos en evidencia delante de la sociedad y forzar su
procesamiento, cosa que lograron en más de una ocasión.
Estos escraches coinciden cronológicamente con
otras actividades guiadas por el mismo espíritu. Muchos colectivos
comenzaron entonces a estudiar la microhistoria del fascismo en sus
barrios, sus pueblos y sus Länder: no solo la historia de los
criminales, sino también de los resistentes y de las víctimas. En el
fondo se trataba de una historia muy arqueológica, preocupada por los
lugares, los elementos materiales y las trazas del pasado en el
presente.
Los activistas germanos marcaban las casas de los
nazis ocultos con panfletos y pintadas, pero también colocaban carteles
en edificios, calles y plazas en los cuales se daba a conocer el pasado
siniestro de estos espacios– como lugares de ejecución o tortura, como
centros de administración del nazismo o como puntos de deportación de
judíos. Organizaban rutas por
la otra historia de ciudades como Berlín o Hamburgo, en las que en vez
de los monumentos convencionales, se seguían las trazas de otra historia
más incómoda y más terrible (aquí podéis ver un ejemplo semejante
realizado en Santiago de Compostela y otro en la Ciudad Universitaria de Madrid).
Gracias a estas actividades, se consiguió
transformar sitios de horror olvidados, en sitios de memoria capitales
por su función didáctica y memorial. Este fue el caso particularmente de
los campos de concentración. La mayor parte de los que hoy en día se
pueden visitar como museos son el resultado de la presión social
desarrollada entre 1965 y 1980.
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